«El Churrusco»

Una restregada mental

Por: Valentina Marín Gómez

 

 

En la mayoría de las casas colombianas, detrás de la puerta del baño, escondido como un pariente incómodo, hay un objeto que casi nadie nombra en voz alta. No tiene glamour, no merece fotografías, no se exhibe en repisas. Es el churrusco, un palo con escobilla o trapo en la punta, condenado a una vida de servicio silencioso.

Su trabajo es claro y brutal: limpiar la mierda de los demás. Y lo hace sin quejarse, sin aplausos, sin reconocimiento. Pero a veces los objetos tienen destino. Y este, por más doméstico que parezca, terminaría convirtiéndose en el símbolo de un medio impreso que nació en la periferia de Bogotá. Un medio que también se dedicó a limpiar lo que otros ensuciaban: la cabeza de la gente, y que en cumplimiento del mismo objetivo decidió convertirse en su homólogo.

Si el escobillón del baño hablara, contaría historias que nadie querría escuchar. Historias de residuos, de lo que se oculta detrás de la porcelana blanca. Sería un narrador áspero, real, sin filtro, sin eufemismos. Quizás por eso, Harold Ortiz —artista visual y creador del medio— eligió ese nombre con una claridad casi poética. El Churrusco debía ser un héroe marginal, igual que su referente. Un objeto humilde pero poderoso.

Los medios masivos, dice Harold, se habían convertido en un inodoro rebosado de discursos que no representaban el entorno real. “Limpiar la miércoles que deja lo masivo” fue la idea fundacional. No se trataba solo de informar, sino de remover los residuos simbólicos que los grandes medios descargaban sobre los barrios. El fanzine sería entonces algo más que papel: sería un acto de higiene mental colectiva.

El origen de este medio no se entiende sin la trayectoria previa de Harold. Antes de pensar en un fanzine, él ya ejercía como artista popular, dibujante inquieto, explorador de narrativas gráficas. Participó en convocatorias, creó Séptima Zona, reunió ilustradores, venció miedos, buscó recursos, fracasó y volvió a empezar. Así como un baño no se limpia con guantes blancos, un medio comunitario tampoco nace en ambientes pulcros. La calle ensucia, pero también enseña. Y Harold sabía que para comunicar el barrio había que vivirlo, pisarlo, respirarlo. Producción a color, tirajes caros, aspiraciones grandes… todo eso tuvo que ser raspado, como quien frota las paredes del inodoro. Era imposible seguir ese camino: el arte costoso y lento no era compatible con las urgencias del territorio. Había que hacer algo más instantáneo, más “línea chunga”, más visceral. Algo que naciera desde la necesidad, no desde la comodidad. Así, entre la precariedad y la convicción, comenzó el amasado.

La metáfora se vuelve inevitable: hacer este fanzine era como limpiar un baño. Primero, se toma la herramienta. En este caso, papel económico, tinta negra, recortes, dibujos, frases breves. Luego, se mete la mano en lo que otros no quieren ver: lo político, lo social, lo barrial, lo contradictorio, lo que huele mal porque nadie lo atiende, en especial el Gobierno. Después, se restriega con fuerza, determinación y con movimientos circulares, dejando que la gráfica popular arranque el mugre discursivo acumulado, finalmente, se aclara, se deja el terreno un poco más limpio para que la gente pueda ver lo que siempre estuvo ahí.

El primer número de El Churrusco salió en fotocopia, pequeñito, casi clandestino. Nació para un toque punk en Bosa, como una hoja que gritaba rebeldía y mostraba rabia. Contenía facturas, recibos, frases cortas, ilustraciones rápidas. No hacía falta belleza; hacía falta contundencia. Harold entendió que estaba en el camino correcto. Luego llegó un pequeño recurso económico, una bocanada de aire. Y con eso, el segundo tiraje: 2.000 churruscos impresos en una sola tinta. Ya no era un experimento: era una fábrica en marcha.

 

En cada número, el equipo se preguntaba cómo encarar esas realidades sin eufemismos, hacia un público que estaba dispuesto a confrontarlas y a trascender esa visión hegemónica impuesta por los grandes medios de comunicación. Así surgieron ediciones temáticas como el Churrusco de la mierda, sobre qué ensucia la mente colectiva; el Churrusco del dinero, una crítica gráfica al sistema económico y sus desigualdades; y el Churrusco de la paz, la realidad del conflicto colombiano vista desde el territorio de Techotiba, lejos de los titulares urbanos.

La comunidad gráfica alrededor del fanzine era tan diversa como necesaria. Pasaban por Techotiba dibujantes, escritores, grafiteros, diseñadores y vecinos que, como quien deja jabón sobre el lavamanos, dejaban trazos, ideas o frases que se acumulaban para formar el número final. El fanzine, fiel al churrusco original, no discriminaba la procedencia del aporte. Todo servía para limpiar.

Colombia está llena de baños simbólicos (territorios). Baños que representan problemas sociales, violencias, desigualdades, silencios incómodos. Limpiarlos implica aceptar que están sucios, que hay residuos históricos que no se han fregado, que hay olores que se intentan tapar con ambientadores mediáticos. Los medios masivos prefieren gastar en ambientadores. Pero el territorio necesita escobilla. Por eso El Churrusco se convirtió en un acto político: fue una herramienta para que la gente pudiera ver su propio entorno sin la basura mediática que lo tapa. Mientras los grandes medios producen contenido “brillante, higiénico y perfumado”, los fanzines comunitarios entran donde nadie más entra: en la vida real, con su mezcla de “suciedad”, resistencia y dignidad.

Como todo proceso de comunicación, no se hizo solo, fue desde la juntanza de una red de medios y artistas que pasaban por la Agencia Techotiba, lo que permitió que el fanzine creciera. Era un espacio de puertas abiertas donde todo tipo de creadores aportaban desde sus propias experiencias. No importaba si alguien dejaba solo una viñeta hecha a la carrera, esa pequeña intervención también raspaba una esquina del inodoro social. El fanzine aprovechó esa flexibilidad del formato: no era rígido, no seguía normas estrictas, permitía múltiples voces. Era, en esencia, un artefacto mestizo que absorbía todo lo que lo tocaba.

La idea puede sonar incómoda, pero es precisa, el barrio también puede convertirse en un baño colectivo. Un lugar donde se acumulan los residuos de la negligencia estatal, del abandono, de la desinformación. Por eso el medio fue tan valioso: contextualizaba el entorno real, ese que los medios nacionales casi nunca miran. Hablaba del conflicto, de la vida comunitaria, de la participación política barrial, de la cultura punk, de la juventud periférica. Todo desde la gráfica popular, desde el trazo rápido, desde el gesto honesto. Lo hacía sin solemnidad y sin pretender tener un lenguaje académico. Como el churrusco, su valor estaba en la función, no en el glamour.

Con el tiempo, El Churrusco dejó de salir periódicamente. Pero no murió. Los procesos pedagógicos de Harold lo mantuvieron vivo: siguió enseñando a niños, niñas y adolescentes a crear fanzines; siguió recogiendo historias de la periferia; siguió convirtiendo el papel en juguetes, esculturas, herramientas artísticas. El medio impreso descansó, pero la limpieza continuó. El balde quedó lleno, la escobilla en remojo, pero la mano del limpiador siguió activa en otros espacios. El archivo que Harold ha construido desde entonces es un testimonio de toda la mugre removida y de toda la creatividad que sigue emergiendo en la localidad.

En tiempos digitales, limpiar con papel parece un acto extraño. Pero los fanzines impresos tienen un valor irremplazable: se tocan, se huelen, se doblan, se pasan de mano en mano. Para Harold, el papel es rebelde porque resiste la volatilidad. Se vuelve memoria. Incluso cuando se biodegrada, deja un rastro. Los medios comunitarios impresos sobreviven porque son parte del cuerpo social, igual que las herramientas domésticas que sostienen nuestras rutinas. Un churro editorial no puede ser reemplazado por un clic.

El Churrusco fue, y sigue siendo, un medio que eligió la incomodidad antes que la indiferencia. Eligió ensuciarse las manos para que otros pudieran ver con más claridad. Eligió el olor a tinta antes que el perfume artificial de la comunicación hegemónica. Mientras existan realidades por limpiar, el churrusco —el objeto y el medio— seguirán siendo necesarios.

 

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