Editorial abril

Por: El Callejero

 

 

Como ya lo hemos mencionado en números anteriores, la historia es aquella que se impone en determinadas condiciones y con diferentes intereses. Hasta el siglo XIX, era bastante claro que la historia era una sola, la cual tenía la intención de conformar un pasado común que consolidara una identidad, que favorecía la conformación de los discursos nacionalistas, que, a su vez, permitían solidificar la construcción de las identidades nacionales. Los estudios sociales identificaron que esa historia coincidía con la versión de los vencedores que eran quienes estaban en el poder y a los que les convenía dicho relato, además, quienes intencionalmente habían decidido borrar testimonios opuestos. Dicha construcción, les permitía favorecer formas de imponer lo que consideraban “bueno” para una sociedad y desdibujar o aniquilar lo “malo” construido como un enemigo del Estado. 


Ya, en el siglo XX, comenzaron a aparecer nuevos análisis históricos desde los estudios de la decolonización y la memoria que comenzaron a reconocer que dicho relato desconocía múltiples testimonios que se oponían a ese discurso único. Jelin, desde Latinoamérica, en su obra “Los trabajos de la memoria” dejó entrever todo un análisis alrededor de lo que se entiende, no solo por memoria, sino por las memorias y su construcción individual y colectiva, permitiendo considerar que su construcción termina siendo un ejercicio de resistencia frente al olvido y la destrucción de esos otros relatos en soportes físicos. 


Estos análisis, en la actualidad, permiten entender que el relato que se impone en la escuela, en la comunicación, en el espacio público y en el privado, sigue siendo un escenario de disputas tan importante como ningún otro, porque es lo que determina la conformación de la nación y de aquellos que la componen, por lo tanto, determina las formas de la exclusión de aquellos que no se ciñen a dicho relato.


Colombia está en un proceso de transición de una versión de la historia de 200 años de gobiernos de derecha que han impuesto que todo aquello que no se ciñe a un modelo económico, social y cultural que ha privilegiado a unas clases altas, cuyo tránsito se puede rastrear desde los tiempos de la colonia, y cuyo poder se erige por su capacidad para captar dinero, mantener enormes monopolios, casi siempre desde la corrupción, las economías ilegales y desfalco del Estado, lo que les ha dado el poder para defender su versión oficial de la historia de manera violenta. 


Afirma Jelin que: “Los momentos de cambio de régimen político, los períodos de transición, crean un escenario de confrontación entre actores con experiencias y expectativas políticas diferentes, generalmente contrapuestas. Y cada una de esas posturas involucra una visión del pasado y un programa (implícito en muchos casos) de tratamiento de ese pasado en la nueva etapa que es definida como ruptura y cambio en relación con la anterior”. Desde ahí, sería muy fácil comprender que lo que hoy se denomina como la polarización política del país, no es más que una lucha que va más allá de la defensa de unos beneficios económicos y que se extiende al atrincheramiento ideológico en la defensa de unas formas de ver el mundo y de imponer su propia versión, lo que se pelea en las calles sigue siendo la pelea por mantener o por transformar esa versión oficial según la cual las formas de hacer en el pasado, de organizar el Estado, de distribuir los recursos, entre ellos la tierra y la participación política de la ciudadanía se ha hecho o no de la manera correcta y ha sido o no un verdadero ejercicio democrático.
De ahí, que sea incluso apenas normal, que en el primer gobierno de izquierda que garantiza el derecho a la protesta y a la libertad de expresión, la derecha, que nunca antes se había tomado las calles, lo haga y comience a reivindicar su derecho a defender su versión de la historia. 


No obstante, la discusión no es esa, incluso, ni siquiera que exista hoy en día un gobierno progresista es una garantía de que esa construcción histórica se renueve verdaderamente. Es quizá una piedra esperanzadora que puede ser fácilmente removida en un futuro cercano. 


Lo verdaderamente importante de todo esto es que las memorias se erijan de diferentes maneras por encima del discurso oficial, que las colectividades, movimientos sociales, de derechos humanos, organizaciones culturales y comunitarias, que llevan décadas haciéndolo sigan actuando activamente en su lucha por hacer parte del discurso oficial, que a pesar del nombre, termina siendo bastante susceptible de transformación. Al respecto menciona Jelin que: “La memoria, entonces, se produce en tanto hay sujetos que comparten una cultura, en tanto hay agentes sociales que intentan «materializar» estos sentidos del pasado en diversos productos culturales que son concebidos como, o que se convierten en, vehículos de la memoria, tales como libros, museos, monumentos, películas o libros de historia. También se manifiesta en actuaciones y expresiones que, antes que re-presentar el pasado, lo incorporan performativamente”. 


En esta edición, que trabaja en esa misma línea de jugar a favor de la memoria de los vencidos, de todos los que nos encontramos en la periferia física, cultural y social de este país, que sigue en una lenta transformación, se escuche, se plasme en el papel, hoy en día, más permanente que la efímera paranoia del mundo digital y que se convierta en un trabajo de la memoria, que permita plasmar los testimonios de las y los que han querido borrar y aniquilar física y simbólicamente. 


Entregamos en sus manos esta edición número 40, anómala en su distribución, porque llega más tarde de lo normal, pero resistente en su convicción de hacer de este medio un ejercicio periódico, en contra de todas las dificultades, económicas y existenciales que subyacen en la persistencia de este que no es más que una versión más del infinito universo de versiones, lo que sí, más humana y empática que las de las grandes empresas de comunicación.

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