
«El contenido limitado del cine narrativo en Colombia»
Por: Jorge Reales
El cine narrativo es aquel que narra una historia, que puede estar basada en unos hechos que tuvieron ocurrencia, o una narrativa creada por el director, es decir ficticia, empleando para ello actores profesionales o naturales. Cuando las películas narrativas tienen una duración superior a una hora suelen denominarse largometrajes; aquel se diferencia del cine documental, principalmente, porque este se enfoca en exhibir al público un hecho de la realidad, el cual es contado desde el lugar donde ocurre y directamente por sus protagonistas, que no son actores, por ejemplo, El Testigo, de Jesús Abad Colorado.
En Colombia, a través del primero de los tipos de cine referidos, se han logrado reflejar diversas temáticas asociadas de modo directo al conflicto armado. Las ejecuciones extrajudiciales, que mediáticamente se denominaron “falsos positivos” en Silencio en el Paraíso (2011); el desplazamiento forzado por la presencia de actores armados en Los Colores de la Montaña (2009); así como los bruscos cambios que experimentan las vidas de las víctimas de desplazamiento al salir de sus lugares de origen, retratado en Pisingaña (1985).
Las citadas, y muchas otras producciones, han obrado como fotografías de las graves situaciones de derechos humanos que históricamente han azotado al país, pero no ahondan en las razones de fondo que las han promovido, ni en las luchas de las víctimas y organizaciones sociales que han exigido verdad, justicia y reparación, y menos en la determinación de los responsables y a la vez beneficiarios de los hechos victimizantes (políticos con cargos dirigenciales, militares de alto rango o empresarios promotores de criminalidad organizada). No obstante, se puede mencionar como excepción la película Retrato en un Mar de Mentiras (2009), dirigida por el bogotano Carlos Gaviria, a través de la cual se describe el drama del desplazamiento forzado y del despojo de tierras como su factor generador.
En esta producción al final se sugiere –aunque no de manera directa– como contexto político en el que se enmarcan los hechos, el período de seguridad democrática impulsado por el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez, y la responsabilidad en los sucesos de despojo de grupos paramilitares afines a dicha política de gobierno.
Lo planteado exige revisar con rigor histórico los factores que han podido invisibilizar, por ejemplo, las luchas de sectores sociales a través de la pantalla grande, y lo primero que se debe abordar, a juicio del suscrito, es la normativa reguladora de la cinematografía que en muchos períodos estuvo determinada por aspectos de orden político y de conservación de la moral, impuesta desde la otrora todopoderosa iglesia católica colombiana.
Es, justamente, en el anterior contexto, en el que se promulgaron normas contentivas de una férrea censura que se tradujo en la prohibición inicial de la exhibición de Raíces de Piedra (1961), producción nacional bajo la dirección del español José María Arzuaga que describe las precarias condiciones laborales de los trabajadores fabricantes de ladrillos, chircaleros, en la entonces rural zona sur de Bogotá. Este largometraje –exhibido en 1963 en el Festival Internacional de Cine de Moscú, entonces capital de la URSS– solo pudo ser visto en las salas de cine del país, luego de la supresión de escenas consideradas malintencionadas y distorsionadoras de la realidad nacional por la Junta Nacional de Censura (órgano oficial que era el encargado de dar o no visto bueno para la proyección de películas).
Eran los tiempos del concordato entre la iglesia y el Estado de la conservadora Constitución Política de 1886, impulsora de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús como símbolo de unidad nacional, y del más descarado bipartidismo, que acudió al uso de la violencia para excluir de la escena política a expresiones diferentes. Lo cual, promovió la promulgación de leyes de censura previa en el cine como la Ley 83 de 1946 y el Decreto 1727 de 1955, que fueron expedidos por el general Gustavo Rojas Pinilla, amparado por facultades extraordinarias que le confirió la figura del Estado de Sitio.
Se hace imperioso para los propósitos de este escrito mencionar que, a pesar de que la normativa actual por mandato de la Ley 1185 del 2008 que prohíbe la censura previa, todas las películas citadas en el párrafo dos contaron con apoyos y financiación de la extinta Compañía de Fomento Cinematográfico de Colombia (FOCINE) y, más recientemente, con recursos del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico, ambas entidades oficiales del sector ejecutivo del poder público, lo cual ayuda a entender la producción de contenidos que no trascienden la simple muestra de un hecho que hace parte de una realidad.
Respecto de esto último, pero con la intención adicional de abordar causas, consecuencias y aspectos como la lucha política armada, existe una película que marcó un hito por constituir directamente una denuncia política, esta fue Canaguaro (1981), dirigida por el chileno Dunan Kuzmanich, exiliado de la sangrienta dictadura de Augusto Pinochet; este largometraje describe de manera cronológica los acontecimientos relacionados con los motivos del alzamiento armado de corte liberal de inicios de la década del 50, el proceso de armisticio con el gobierno de Rojas Pinilla, y el incumplimiento de los acuerdos del mismo, con el agravante de los asesinatos selectivos contra los exguerrilleros firmantes del proceso. Esta cinta no contó con apoyo estatal y su producción fue totalmente independiente.
Vale la pena mencionar que a través de estas líneas no se pretende desconocer el aporte a la memoria colectiva – si se quiere observado como una medida que ayuda a la no repetición – de los directores que han mostrado al público la realidad de hechos específicos en el marco del conflicto en el país, sino más bien a que a los y las colombianas se nos permita apropiarnos de un cine narrativo que también exhiba, ya lo dijimos, acerca de las razones que han promovido la victimización de comunidades enteras, las personas naturales o jurídicas que política y económicamente se han visto beneficiadas con el desplazamiento forzado de millones de seres humanos y de igual manera acerca de los procesos de lucha de las comunidades organizadas en contra del poder político y en general del establecimiento.
A manera de corolario decimos que el país sigue a la espera de conocer, desde el ámbito que nos ofrece el séptimo arte, acerca de las luchas de los obreros del banano contra la United Fruit Company en el departamento del Magdalena, o las luchas estudiantiles suscitadas en todo el país en el año 1971 por el cogobierno, la autonomía universitaria, la libertad de cátedra e inversión en la educación pública; la coyuntura actual, determinada por el gobierno de un presidente que padeció el horror de la tortura como mecanismo de represión oficial y la prohibición legal de la censura previa en el cine, contribuirían sin duda en dicho propósito.