«El libro grande de Alcohólicos Anónimos»

Por: Anónimo

 

 

En 1963, la Organización Mundial de la Salud defi­nió el alcoholismo como una enfermedad incura­ble, progresiva y mortal. Sin embargo, el consumo de bebidas alcohólicas tiene más aceptación que ninguna otra droga re­creativa en nuestra socie­dad. A pesar de los per­juicios que pueda causar el acondicionamiento del cuerpo a tolerar cada vez más alcohol, los acciden­tes de tránsito, suicidios o crímenes; en la mayo­ría de las celebraciones se consume licores más allá de cualquier criterio de condición sanitaria. Por supuesto que esto se debe a que hay un gran porcentaje de bebedores y bebedoras sociales que asocian el trago con la jovialidad, la compañía grata, la plasticidad de la imaginación y los alicien­tes para vivir mejor. El problema se presenta en quienes desvían los lími­tes del placer al exceso y actúan sin medir las con­secuencias, ni reparan en el bienestar de los demás.

Quizás por los mo­dos de consumo sin con­trol y los efectos colate­rales de la bebida en la familia, en la sociedad y sobre todo en la clase tra­bajadora, registrados des­de finales del siglo XIX en novelas realistas como La taberna de Zola, se decre­tó en Estados Unidos una ley seca durante 13 años (1920-1933) que, en lugar de atenuar los problemas subyacentes al alcohol, generó una cultura de ilegalidad, mafia y com­pulsión en clubes clan­destinos. Y no deja de ser curioso que dos años des­pués de terminada la pro­hibición, en parte como reacción a la caída de la bolsa de valores donde miles de inversionistas lo perdieron todo, surgiera una comunidad que ofre­ció una solución para per­sonas desahuciadas por el alcoholismo en medio de un panorama socio eco­nómico desesperanzador.

Los fundadores de Alcohólicos Anónimos, Bill W, un corredor de bolsa en quiebra y el Dr. Bob, un médico ahoga­do en las deudas, ambos bebedores suicidas, coin­cidieron un 10 de junio de 1935 en la ciudad de Akron, Ohio. Luego de que Bill tuviera una ex­periencia iluminadora sobre la naturaleza del alcoholismo que hasta ese momento se consideraba como un tipo de perver­sión voluntaria y era tra­tado con los métodos más violentos de la psiquia­tría. Fue otro médico, el Dr. William Silkworth especialista en tratamien­to de adicciones del hos­pital de Towns, quien le reveló durante uno de sus periodos de desintoxica­ción etílica, la idea de que padecía una enfermedad involuntaria que lo com­prometía física, mental e incluso espiritualmente. La actitud cálida de bon­dad y comprensión hacía los borrachos sin remedio de Silworth, conmovió al corredor de bolsa al pun­to de ponerlo en disposi­ción a visitas providen­ciales como la que tuvo por parte de un compa­ñero de tragos, un día en que bebía solo en su casa en Brooklyn. Ebby T fue para hablarle de la ma­nera como había dejado de beber gracias a una experiencia espiritual no comprometida con nin­guna religión, sino con unos sencillos principios morales, entre los que se cuentan: escoger un con­cepto propio de Dios y aceptar de manera pro­funda y honesta que ante el alcohol solo se puede adoptar una actitud de impotencia e ingoberna­bilidad absoluta.

En el encuentro con Ebby, Bill se enteró que de manera indirecta ha­bía recibido noticias de las investigaciones de Carl Jung, donde explica el ansia de alcohol como una sed espiritual o una necesidad de conoci­miento sobre lo divino al que no se puede llegar por medio de la racionalidad. Jung acuña la fórmula spiritus contra spiritum, donde la primera pala­bra en latín hace alusión al alcohol como bebida espirituosa y se opone a la segunda que denota la más alta experiencia espiritual. Las palabras conmovieron al corredor de bolsa y cumplieron su objetivo. Después de la conversación, a partir de recuerdos de infancia y sucesos de la guerra que había experimentado, an­tes de entregarse al deli­rio del alcohol, lo arrolló un sentimiento de per­tenencia al universo que rompía con las barreras egoístas que lo alejaban de otros hombres y mu­jeres. Aquel sentimiento se atenuó también en los estados de terror, aturdi­miento, frustración y des­esperación, posteriores a su siguiente borrachera, llevándolo a aceptar su derrota total frente a su obsesión.

La conversación de Bill con su excompañero de tragos, le hizo caer en cuenta de que “sólo un alcohólico puede ayudar a otro”, pues al compartir sus debilidades, fortale­zas y esperanzas, se crea­ba un sentimiento de co­munidad cósmica. En ese estado extático y aún con destellos etílicos, Bill vol­vió al hospital de Towns para replicar la conversa­ción que tuvo con Ebby con otros pacientes, bajo la supervisión del Dr. Si­lkworth. Aquella prác­tica de compartir expe­riencias sobre la aflicción que surge antes, durante y después de beber, llevó al corredor de bolsa que­brado a Akron a reunirse con un alcoholizado Dr. Bob. Este se tomaría su última copa ese día, un diez de junio de 1935. En­tre los dos, y a través de la interpretación de la lec­tura de las conferencias del psicólogo William James, “Las variedades de la experiencia religiosa”; construyeron un lengua­je común a las personas alcohólicas junto con testimonios y un método de 12 pasos, ya amplia­mente validado para el tratamiento de todo tipo de adicciones, que que­dó plasmado en el libro Grande hace 81 años en 1939.

La presencia de Al­cohólicos Anónimos en Colombia data del año 1959, 12 años después de que se tradujera el libro al español. En la actuali­dad hay 718 grupos de los cuales 64 se encuentran en Bogotá. Para asistir a las reuniones sólo hay un requisito: “el deseo de de­jar la bebida”, además “no se cobran honorarios ni cuotas”. Toda la informa­ción sobre A.A. es de fácil acceso y se encuentra en https://aacolombia.org/.

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