«La Periferia Literaria»

El papel que no solo resiste sino que se transforma

Por: Gómez V. 

 

 

Así como la fe mueve montañas, la curiosidad mueve los medios de comunicación comunitarios y alternativos. Periferia Literarianació en un soplo de curiosidad que no solo mueve, sino que crea.

La llegada de este proyecto fue como aquellos que nadie planea pero que la ciudad silenciosamente reclama. Era 2002, quizá 2003, una de esas épocas donde el tiempo se mezcla con la memoria. Un grupo de estudiantes de la Uniminuto, la Nacional y de otros caminos donde la juventud se junta a conspirar, comenzó a reunirse alrededor de una idea que parecía frágil, casi invisible: una revista que hablara de literatura, sí, pero también de cultura, de barrio, de política, de todo lo que pasa cuando la vida se vive en los bordes de la fría Bogotá. Nadie imaginaba que esa chispa bajo la lluvia de la capital terminaría encendiendo veinte ediciones impresas, una comunidad y una forma de contar el territorio.

Las primeras revistas eran resultados humildes, nacidas de bolsillos flacos y noches largas. Se imprimían casi en secreto, en papeles que olían a tinta fresca y a sueño colectivo. Los ejemplares se vendían en eventos de poesía, en tertulias, en lanzamientos de libros improvisados, en cafés donde la ciudad parecía detenerse un rato.

Las páginas circulaban de mano en mano como una carta clandestina, como un pequeño acto de rebeldía cultural. Cada revista contenía algo más que textos: guardaba el temblor de sus creadores, la urgencia de escribir, la certeza de que la palabra podía transformar algo, aunque fuera una esquina.

Con el tiempo, el proyecto dejó de ser solamente universitario y se volvió territorial. Techotiba abrió sus puertas, sus calles, sus voces. Allí, la revista encontró una casa expandida, niños que leían poemas, jóvenes que descubrían autores nuevos, vecinos que de pronto se veían retratados en una línea escrita por otro.

Periferia Literaria, fiel a su nombre, empezó a caminar la periferia como quien recorre un mapa íntimo. La revista fue tejiendo una red discreta pero poderosa entre colectivos, casas culturales y amistades que se convertían en fuerza editorial.

Luego llegó el 2007. Bogotá fue capital mundial del libro y, como si el destino quisiera jugar a favor, varios medios comunitarios recibieron apoyos inesperados. Entre ellos, A Media Cuadra, aliado histórico de Periferia, logró publicar un libro. Ese pequeño impulso fue como abrir un hueco en el muro, permitió que ideas, textos y personas fluyeran con más libertad. Periferia se cruzaba con Sumando Voces, con Radio Miseria, con la Agencia Techotiba, con proyectos que se multiplicaban como semillas en la acera. Todo parecía posible. Todo parecía urgente.

Entre 2008 y 2010, Kennedy vivió un tiempo luminoso y contradictorio. La Casa de las Adivinanzas vibraba con recitales y lecturas donde la poesía se mezclaba con el sudor de la calle. La Tingua Azul era un refugio donde el ruido del barrio se volvía eco creativo. La Casa de los Parias acogía conversaciones infinitas sobre política, arte y sobrevivencia. Y Periferia estaba ahí, atravesándolo todo, registrando lo que pasaba y lo que se soñaba. En esas noches, la literatura no era un lujo, era una necesidad, un arma ética, un abrazo colectivo.

Imprimir, sin embargo, siempre fue un acto contracorriente. A medida que el mundo se aceleraba y las pantallas se volvían el nuevo territorio, el papel comenzaba a ser visto como una antigua huella romántica. Pero, para quienes habían vivido la revista desde adentro, la impresión no era un capricho: era un ritual. Mientras las noticias se convertían en una avalancha instantánea, Periferia apostaba por la pausa, por la reflexión, por el tiempo lento de quien lee sin apuros.

Claro, el papel también tiene su peso ecológico. En un mundo en alerta permanente, imprimir puede parecer una contradicción. Pero la respuesta no fue dejar de hacerlo, sino repensar el cómo. Tirajes más pequeños, materiales reciclables, procesos más orgánicos. El impreso, a pesar de sus dilemas, seguía siendo el objeto más humano que tenían entre manos. Porque lo humano, lo verdaderamente humano, requiere cuerpo, requiere tacto, requiere el rastro que deja un lector cuando pasa la página al doblar su esquina.

Entretanto, el planeta entraba en una guerra silenciosa de narrativas. La globalización empujaba a todos a mirar el mismo centro, la misma pantalla táctil de entre 6.1 a 6.7 pulgadas. Los medios comunitarios impresos, en cambio, insistían en mirar hacia los lados, arriba o abajo, hacia la esquina donde ocurre lo cotidiano, hacia la señora que vende tinto, hacia el joven que recita en un paradero, hacia el vecino que escribe su primera crónica sin saber que es una crónica. Periferia Literaria defendía esa mirada íntima, esa lectura del barrio como un gran universo posible. Frente a lo global, la revista proponía la localización, un pequeño acto de resistencia que decía “aquí también pensamos”.

A lo largo de los años, la revista se sostuvo gracias a alianzas, amistades y afinidades profundas. Álvaro Marín, Jefferson Murillo y muchas otras personas, algunas presentes, otras ausentes, dejaron huellas que todavía están marcadas en las páginas que sobrevivieron. La revista fue, más que un medio de comunicación comunitario, alternativo y literario, un punto de encuentro entre quienes creían en la palabra como herramienta de transformación. Allí se dieron luchas pequeñas, derrotas discretas, victorias silenciosas. Y, sobre todo, se construyó una memoria que no se deja borrar con ningún clic.

El aporte de Periferia no puede medirse en números. No se trata de cuántos lectores tuvo ni cuántos artículos publicó. Su legado está en la forma en que tocó la vida de quienes la hicieron y la leyeron. Está en la mujer que se animó a escribir por primera vez, en el joven que encontró un poema que hablaba de su ciudad, en el lector que descubrió un mundo entero en cuatro páginas dobladas. Está en las conversaciones, los abrazos, las caminatas por el barrio recitando versos. Está en todo lo que no cabe en una estadística.

Hoy, aunque muchas cosas han cambiado y el papel ya no circula como antes, Periferia sigue ahí, respirando en lo digital, pero recordando siempre su origen impreso. Porque el papel, como un cuerpo, guarda heridas, huellas, pliegues. Ninguna pantalla puede reemplazar ese territorio de combate donde queda marcada la historia del lector y del escritor.

Periferia Literaria creció en los márgenes, pero nunca se quedó ahí. Sus páginas caminaron más lejos de lo que sus creadores imaginaron. Y aunque el mundo siga girando rápido, aunque la inmediatez intente arrasar con todo, la revista permanece como un recordatorio de que la palabra, cuando nace desde la comunidad, se convierte en resistencia. En memoria. En hogar.

Porque mientras haya alguien dispuesto a escribir desde el borde, la “periferia” bogotana y alguien dispuesto a leer desde el centro o desde la esquina, la Periferia Literaria seguirá existiendo, seguirá contando, seguirá viviendo en cada página, en cada poema y en cada voz que se atreve a decir: aquí estamos.

 

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