«¡No es para tanto!

Por: Paula Castellanos Cuervo

 

 

Tendría 7 años, era domingo de visita a la casa de la abuela y jugábamos a las escondidas en la calle. Me mo­ría de ganas de poner a prueba mi nuevo escondite: la garita del cela­dor de la esquina. 1, 2, 3, 4, 5… y salí corriendo en esa dirección. Con la emoción del juego y la respiración agitada entré rápidamente mientras le decía al celador que no dijera nada, que me ayudara a esconder. No recuerdo su ros­tro, ni el tono de su voz, sí las palabras “métase aquí” y quedé situada frente a él, casi a la altura de sus ojos porque estaba sentado. Giré mi cuer­po para ver hacia la calle; yo era tan pequeña que tuve que pararme en punta de pies para poder ver a través del vidrio. A lo lejos, vi que mi primo salía a buscarnos. Me concentré en calcular la distancia que tendría que correr al salir de mi es­condite. En esas estaba cuando siento unas ma­nos grandes que me cogen las nalgas y me impul­san en un gesto de elevarme. Su voz dijo algo que nunca recuerdo. Sus ma­nos sosteniendo mi trase­ro infantil, sus manos que se acomodaban y agarra­ban mi cola. Ese contacto creó una sensación nueva en mí, una sensación para la que en ese momento no tenía palabras. El juego dejó de suceder detrás del vidrio, la sensación era parecida a la urgencia, al desacomodo, parecida a una advertencia de no poder quedarme ahí. Y eso hice, aunque salí len­tamente, la emoción ida y, por supuesto, el primo que me ve de inmediato. ¿Qué fue eso nuevo que sentí? No tenía nombre y seguramente por eso no se lo conté a nadie, pero eso creció conmigo.

Por esa misma época, un hombre aparecía en los recreos cuando está­bamos sólo las niñas, se acercaba a las rejas del colegio a mirarnos y mos­trarnos su pene erecto y lo que sus manos hacían con él. No sabíamos si mirar o no mirar, si huir o curio­sear. Algo inexplicable aparecía en la situación secreta que este invasor creaba y, de nuevo, las palabras que todavía no existían. No le decíamos nada. Tampoco le conté nunca a mi mamá, tal vez porque aún sin entender­lo, este hombre me hacía ¿cómplice?

A escondidas tam­bién sucedió por esos años que vi una escena porno, una mujer desnu­da y asustada sobre un colchón, amarradas sus extremidades a la patas de la cama y un hombre vestido que caminaba bordeándola, sin pri­sa, sin decir nada y sin dejar de mirar a la mu­jer de una forma que yo no reconocía.

Creí que crecer era dejar atrás juegos como el de las escondidas. Segura­mente el primo con el que jugaba sí lo hizo, en cam­bio yo, mujer niña fui en­contrándome con nuevas formas del ocultamiento, muchas desde el silen­cio. Se iba generando una idea nueva sobre el mun­do adulto y los hombres en particular, una idea in­quietante cargada de cla­ves sexuales, desprovista de verbos y referentes pero cercada por preven­ciones casi instintivas.

Luego llegó la adoles­cencia y con ella lo usual, dicen, el mundo de las hormonas alborotadas, o mejor, la entrada a la in­mensa gama de las agre­siones sexuales por una única razón… ser mujer. Y eso que a mí me fue bien. Manoseos indeseados en espacios públicos, juzga­mientos sobre mi cuerpo femenino, amigos en la travesura de pagar por sexo a mujeres mayores, acosos callejeros, bromas sexuales, un relato sobre una amiga violada llegan­do a casa del colegio, otro sobre drogar mujeres por diversión, entrenadores de básquet coqueteando con alumnas, lo usual. En este punto, transitar por la calle cambiando de rumbo para evitar a un grupo de hombres era un reflejo sin premeditación. Yo de nuevo jugando al ocultamiento, esta vez usando mi ropa como es­condite, una ropa suelta que no atrajera la energía sexual que los hombres adultos descargaban so­bre mí. Y a escondidas, también, mi afán por sa­ber lo que era el sexo y tal vez así entender por qué era válido embestirme si mis hormonas y mi deseo no atacaban a nadie. En esos años, no recuerdo una sola conversación so­bre el tema, pero de algu­na manera eso sin nombre se situaba bruscamente en el primerísimo primer plano de mi cotidianidad.

A lo largo de los veinte y de los treinta, las palabras empezaron a lle­gar y lenta, len-ta-men-te empecé a ver la narrativa que unía los actos a los silencios. Mientras esto sucedía, las interacciones en la calle fueron volvién­dose más descarnadas; mi cuerpo de mujer zigza­gueando entre silbidos, pitos de carro, sonidos, insinuaciones verbales, gestuales, pequeñas per­secuciones y miradas fe­roces que recorrían mi cuerpo como si yo invi­tara a ello. Ante mi reac­ción defensiva, instinti­va, recibí muchas veces un “tranquila, no es para tanto” que buscaba alejar la intimidación con una sonrisa. Pero la acumula­ción de eso empezaba a ser asfixiante.

Un día, el celador de la garita volvió a aparecer en la portería de un edifi­cio que durante un tiem­po visité con frecuencia. Siempre fue displicente en su trato y, por eso, yo no pasaba del saludo. Esa tarde, no quiso anunciar mi llegada, se negó a de­jarme entrar, aunque mi novio estuviera en casa, esperándome. Le insis­tí, le exigí que hiciera su trabajo a lo cual reaccio­nó con empujones. Yo le gritaba enfurecida y él decidió agarrarme -ya no de las nalgas- y golpear­me en los muslos y brazos para que me fuera. ¿Por qué reaccionó así? Tal vez le hicieron falta mis sonrisas en cada visita, tal vez quería que hubie­ra intentado ablandar su dura postura o le fue inso­portable que me atreviera a reclamarle. Su fuerza atroz chocando contra mi ira al saber que no hu­biera actuado así frente a otro hombre.

Esta impotencia lle­gó a su límite. El lugar donde los hombres me si­tuaban era aquella vitrina sórdida del juicio: cómo tiene las tetas, cómo está vestida, cómo camina, cómo mira, cómo mueve los labios al hablar (no lo que dice) cómo bai­la, cómo se sienta, cómo se ríe, cómo se emputa, cómo se defiende, cómo se enamora; porque des­pués de amar a un par de hombres me enamoré de una mujer que abrió una fisura en la vidriera y por allí se filtró un amor del que poco se hablaba, el amor entre mujeres. Y por allí también quiere co­larse la hostilidad de los hombres -ahora, menores y mayores a mí-, en ese amor que los excluye.

Al fin, eso que estuvo en silencio tanto tiempo tuvo nombre, eso es mie­do.

Mi miedo, maduro y silenciado. Hoy soy una mujer de 44 años, leo lo que escribo y me asombro al hilar esta recolección de eventos personales que, al fin y al cabo, no son sólo míos. Crecí asu­miendo la alerta como un estado natural que media mi relación con los hom­bres; crecí aceptando que hay cosas que no se dicen, que la palabra me expone y el silencio me protege; que controvertir el orden del mundo incomoda y causa reacciones violen­tas; que tengo que ser pa­ciente, comprensiva; cre­cí conteniendo mi alarido y cuidando sola mis heri­das. Allá, afuera, el juego continua 6, 7, 8, 9000… y nosotras seguimos bus­cando lugares donde re­fugiarnos del miedo que nos paraliza y enmudece desde niñas. Hoy me nie­go a heredarle la lección del silencio a otra mujer, prefiero acompañarla, motivarla, escuchar su historia y, así, darle un lu­gar a su indignación. Por eso escribo, no solo por validar y, a la vez, romper mi miedo mirándolo de frente; escribo porque no estoy sola, porque somos miles las que hoy recla­mamos con firmeza,

¿No es para tanto?

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