
«Rock al parque 2025»
Inclusión y cultura popular
Por: Andrés Gómez Morales
Después de cada festival vienen los balances, las cifras de asistencia, la comparación con otras ediciones, la relevancia del line up. Se cuestiona el sentido de una fiesta de tres días dedicada a un género urbano en apariencia minoritario y que parece cada vez más ajeno al público joven al que va dirigido.
Sin embargo, Rock al Parque está cerca de cumplir treinta años, y su más reciente edición confirma que el festival se ha consolidado como una de las principales plataformas musicales de América Latina. No solo destaca por ser el evento gratuito más importante de la región, sino también por la diversidad y confluencia de propuestas artísticas que convoca. Aunque en esta edición se registraron 253.000 asistentes (la cifra más baja desde la pandemia), mantuvo un promedio sólido en comparación con 2023, año en que alcanzó su récord histórico con 390.000 personas.
La edición XXIX reunió 56 bandas, catorce menos que el último Estéreo Picnic; no obstante, asistieron cien mil personas más. Esto evidencia un aporte significativo a la difusión de la música entre públicos más diversos, sin depender de las oscilaciones del mercado, orientado a imponer tendencias de fácil consumo a través de aplicaciones gratuitas que, con frecuencia, desestiman tanto la calidad artística como la justa retribución al trabajo de quienes se expresan más allá del afán por generar reproducciones masivas.
De las 56 bandas convocadas este año, 20 fueron distritales y 9 nacionales, seleccionadas mediante audiciones evaluadas por un jurado. El concurso directo es un indicador de calidad y de participación equitativa, algo impensable en el sector privado que funciona a partir de convenios que suelen beneficiar a quienes no siempre lo merecen. En contraste, este año en Rock al Parque solo tres bandas bogotanas con amplia trayectoria fueron invitadas sin pasar por concurso: La Derecha, Polikarpa y sus Viciosas y Don Tetto, decisión que fue celebrada por el público, a juzgar por su respuesta durante cada toque.
La cuota internacional conformada por 27 agrupaciones de distintos géneros, entre latinoamericanas, europeas y gringas, mostraron en su sonido la actualidad de la música rock, yendo del sonido clásico a canciones experimentales de larga duración, instrumentales y fusiones de otros ritmos. En esa línea sorprendió la presencia de los Derby Motoreta’s Burrito Kachimba, un grupo sevillano de eclecticismo extremo, cuya base flamenca sostiene una mezcla de poesía, stoner rock y psicodelia, al igual que la reivindicación de las tradiciones gitanas. Una banda difícil de digerir fuera del espacio intempestivo que se produce en el Simón Bolívar, ya que el público asiduo a conciertos en Bogotá busca afianzar sus gustos, en lugar de acercarse con la disposición de explorar lo inesperado y desbordar sus expectativas.
El día dedicado al metal trajo un cartel sólido, encabezado por Belphegor, trío austríaco de black death. La alta afluencia a este tipo de propuestas demuestra que el metal, cuenta con un público profundamente comprometido con su identidad, que sigue siendo el núcleo del festival.
Sin duda se debe a los metaleros que Rock al Parque fuera declarado desde 1998 patrimonio cultural de la ciudad, no en vano se vieron bien representados con Herejía, Tenebrarum y Reencarnation, cultores del sonido clásico extremo.
En una línea menos clásica tuvimos la oportunidad de escuchar una versión tribalista del noise rock a cargo de Black Pantera. Los brasileños recordaron por momentos a Sepultura y a Nirvana, sin perder la esencia mestiza de sus raíces. Otras voces fueron las chicas de The Mönic, quienes trajeron un punk hardcorero que conectó con el público de ambos sexos. En este punto, es importante decir que, a pesar de las alarmas del portal Volcánicas, las mujeres tuvieron protagonismo dentro y fuera de los escenarios de Rock al Parque.
Por ejemplo, esta vez volvieron Anxela y Violeta del dúo gallego Bala con su ensamble sludge rock; también las colombianas de Sin Pudor, y las ya consolidadas de Polikarpa y sus Viciosas, entre muchas otras. Artistas de vocación que trascendieron con talento la etiqueta de “bullosas” y los imperativos de la inclusión de género propios del entretenimiento woke y de la cultura corporativa de Netflix. En este punto es importante mencionar que además de mujeres empoderadas, el festival contó con grupos de pueblos nativos que llevaron sus lenguas al formato rockero: el caso de Cemican de México y Mawiza de Chile.
Por supuesto, todo balance merece ejercicios de crítica, ya que estos fortalecen el carácter popular del festival. Por lo general son las objeciones las que ponen de manifiesto que es su acceso libre y su realización anual lo que permite que surjan propuestas alejadas de las tendencias comerciales, y que el evento conecte con nuevas generaciones.
Teniendo en cuenta los resultados respecto a otros espacios de la misma orientación musical, es curioso que tres décadas después del primer Rock al Parque, los defensores de la comercialización, consideren la necesidad de una reingeniería, suponiendo que la gratuidad no contribuye a la formación de públicos ni al éxito de las bandas. Por ello, proponen, sin tener en cuenta los procesos en marcha, que el festival sea bienal como Rock in Rio, esperando que un lapso mayor de tiempo permite abarcar mayores audiencias, reinvertir las ganancias y reducir la convocatoria de bandas internacionales para traer nombres de la talla de Metallica y Megadeth, en el mejor de los casos, por no mencionar a Shakira y Karol G equipadas con guitarras eléctricas.
En una vía distinta a la de quienes quieren subordinar Rock al Parque a la lógica de los festivales pagos o a la agenda del feminismo privilegiado, los organizadores deben profundizar en el espíritu popular que lo ha caracterizado y mediar para que más recursos públicos sean destinados en establecer modelos de articulación permanente con eventos y dinámicas del género en las localidades de la ciudad, esperando así garantizar una inclusión basada en el talento y no en la adecuación ideológica.
Nunca he ido nunca a Rock al Parque, pero leer este análisis me hizo ver el festival con otros ojos. Más allá de la música, parece ser un espacio de encuentro, de resistencia cultural y de expresión auténtica. Me sorprende cómo, siendo gratuito, logra sostenerse como una plataforma tan diversa, incluyendo sonidos tradicionales, voces femeninas y propuestas que escapan a las modas comerciales. Reslto mucho el valor de lo público y lo accesible, y después de leer esto, me queda claro que Rock al Parque es patrimonio cultural vivo.