«Sobre la democracia y el Estado de derecho en Colombia»

Las actuaciones del poder ejecutivo, en cabeza del presidente y de todos sus ministros, han deslegitimado y desacatado las órdenes del poder judicial, particularmente, de la Corte Suprema de Justicia.

Por: El Callejero

 

Afirmar a ojos cerrados que Colombia es una democracia, tiene sus detractores, principalmente porque existe un grave síntoma de poder hereditario. Incluso, antes del Frente Nacional, los colombianos no participan de los resultados de una elección, sino que presencian la rotación del poder entre una hegemonía de castas políticas y familiares, que si bien, no siempre están a la cabeza de la presidencia, sí mantienen importantes fortines políticos. Son ellos quienes se repliegan en los surcos de la plutocracia, familias como los Pastrana, los Santos, los Lleras, los Gaviria, los Ospina, los Valencia, entre muchos otros, representan más de un siglo de poderío estatal.

Por eso, es difícil afirmar que Colombia es un país democrático. Sin embargo, se puede al menos aseverar que, gracias a la Constitución del 91, al respaldo de una parte de los ciudadanos y a unas fuerzas independientes (que han logrado sobrevivir a los ataques del narcotráfico, el paramilitarismo y el mismo Estado por más de 50 años) en Colombia hay, aún hoy, un Estado derecho que, en teoría, debe garantizar la división de los poderes: legislativo, ejecutivo, judicial y el cumplimiento de los órganos de control.

Desafortunadamente, en estos últimos meses, parece que, al Gobierno nacional se le olvidó que es su deber mantener la neutralidad para que se pueda, en medio del Estado de derecho, garantizar la división de los poderes. Las actuaciones del poder ejecutivo, en cabeza del presidente y de todos sus ministros, han deslegitimado y desacatado las órdenes del poder judicial, particularmente, de la Corte Suprema de Justicia, tanto en el caso Uribe, como en el fallo que profirió a favor de la demanda de una serie de ciudadanos en contra del abuso y la persecución de la fuerza pública y que dio como resultado la sentencia 7641-2020. 

En el caso Uribe, el presidente no se pronunció de manera neutral, imparcial, ni bajo el deber de acatar respetuosamente las decisiones y fallos de la Corte, como estaba dentro de sus funciones hacerlo. Sino que prefirió dejarse llevar por la pasión y en un comunicado a la ciudadanía, abiertamente afirmó que: “Soy y seré siempre un creyente en la inocencia y honorabilidad de quien con su ejemplo se ha ganado un lugar en la historia de Colombia” haciendo referencia al imputado. Este tipo de declaraciones son mucho más que desafortunadas, porque cuestionan las decisiones de las Cortes, impiden que se realice un juicio imparcial contra el acusado y, como cabeza del poder ejecutivo, insta a los ministros, a la fuerza pública e incluso a las otras ramas del poder a ponerse en contra de las Cortes y a favor de su opinión, y por lo tanto desconoce el Estado de derecho y la independencia de poderes. 

Aún más grave es el desacato a de la sentencia 7641-2020, una sentencia que devela la intervención sistemática y violenta de la fuerza pública, la estigmatización, el uso desproporcionado de la fuerza, las detenciones ilegales, tratos inhumanos y el ataque contra la expresión y la libertad de prensa. En el documento las denuncias se concentran en la violencia y persecución que se vivió en los meses de noviembre y diciembre del 2019, también se registran casos anteriores, investiga los protocolos de seguridad y las inconsistencias que se presentan en gran parte de los casos y que ponen en riesgo la integridad de las personas. Con todas las pruebas, lo que hace la Corte es expedir la sentencia y exigirle al Estado que vele por la seguridad de los ciudadanos. La sentencia determina diferentes medidas que van en pro de la defensa de la libertad de expresión y del derecho a la protesta, una de ellas es, la orden a todos los miembros de la Rama Ejecutiva a mantener la neutralidad cuando se produzcan manifestaciones, en busca de mitigar la estigmatización, así mismo, suspender el uso de las “escopetas calibre 12” usadas por el ESMAD, entre otras catorce ordenes que dicta a diferentes agentes del estado en busca de proteger y salvaguardar los derechos humanos. De todos los proferidos el más polémico fue el acto simbólico que se le pidió al ministro de Defensa para que pidiera perdón por los excesos de la fuerza pública, en especial aquellos cometidos por el ESMAD en el 2019 y los recientes de la policía. Esta medida generó polémica y nuevamente comentarios parcializados surgieron en boca del presidente, sus ministros y la misma fuerza pública, al final un desafortunado perdón a regañadientes. A pocos minutos de que se cumpliera el plazo dictado por la orden, el ministro citó las disculpas que había pedido hace dos semanas, hecho que demuestra un grave irrespeto a esta rama del poder. 

La pregunta que queda es ¿Si no hay democracia y no hay Estado de derecho, en qué clase gobierno estamos?

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