«9 DE SEPTIEMBRE «
No fue como la toma del palacio de justicia, esa comparación es interesada porque traduciría que, efectivamente, el estallido fue organizado, en cambio fue más bien como el Bogotazo, donde centenares de personas salieron a las calles a pedir justicia.
Por: Laura María Rodríguez
El pasado 9 de septiembre no fue preparado por milicias o por vándalos como intentan retratarlo los medios masivos de comunicación. La movilización de personas en varias ciudades del país no fue convocada con días o semanas de anticipación, como ocurre regularmente. Lo que sucedió el 9 de septiembre fue un auténtico estallido social, que aguardaba silencioso y replegado en el miedo y en la prohibición que había generado la pandemia. Un estallido que comenzó a gestarse en el Paro Nacional del 2019, ese, en el que noche tras noche miles de personas salieron con sus ollas a protestar, el mismo que según los medios devino en vandalismo, después de una sucia estrategia de control social orquestada entre el gobierno y alcaldías como la de Peñalosa y claramente, los medios de comunicación, que mostraban gente entrando a los conjuntos residenciales, supuestamente a robar, esa noche muchos no durmieron esperando en las puertas y rejas de sus conjuntos a los supuestos vándalos que iban a expropiarles sus pertenencias, se decretó el toque de queda. Intentaron acallar el clamor de un país, que por semanas había salido a reclamar sus derechos, a pedirle a un gobierno autoritario que detuviera la masacre de líderes sociales, que no privatizara lo poco público que quedaba, que respondiera a las necesidades de educación, oportunidades e inclusión de la ciudadanía. Pero el presidente, como si de un monarca se tratara, se rehusó a reunirse con los gremios, cuando lo hizo, no escuchó los reclamos de la ciudadanía y fue incapaz de llegar a acuerdos. Su solución fue abrir una plataforma digital para una supuesta conversación nacional sobre el paro, lo único tangible que se logró tras meses de movilización fueron tres días sin IVA, que nadie pidió, un supuesto incentivo para que las empresas vincularán laboralmente a los jóvenes y una rebaja del 4% del aporte a salud de los pensionados. Todos los demás reclamos fueron omitidos. El 25 de noviembre en una de las manifestaciones en contra del gobierno, en el marco del Paro Nacional, fue asesinado Dilan Cruz, debido al impacto de una bolsa de kevlar llena de balines que fue lanzada a corta distancia y de manera directa por un agente del SMAD. Miles de personas salieron conmovidas a las calles, recorrieron la ciudad entera gritando el nombre de Dilan Cruz “Dilan no murió, a Dilan lo mataron”, esa vez, las sucias estrategias de los medios no calaron, la violencia mermó por parte del SMAD y con la llegada de una nueva ola de alcaldes de centro y de centro izquierda, la esperanza de al menos tener derecho a la protesta pareció materializarse. El estallido social no sucedió, pero quedaron importantes precedentes sobre los límites que, tanto la fuerza pública como el gobierno nacional, estaban dispuestos a cruzar.
Llegó el 2020, los ánimos seguían caldeados, se hicieron algunas convocatorias y marchas. Esa gran masa de personas que se había movilizado en el 2019 se encontraba a la espera de que el gobierno terminara cumpliendo todo lo que había negado. Mientras tanto las masacres no cesaron, contar muertos se convirtió en un ejercicio diario, que no cuadra, porque en marzo iban 400 y parecía que en abril empezaba de cero, pero si ayer fueron 8 y hoy son otros 9, claro es que las estadísticas no meten a todos los muertos en el mismo hueco, hay que depurarlas por diversidad de género, por diferencias culturales y entonces unos días suman y otros días restan y las cuentas nunca coinciden.
La pandemia, que inició desde marzo, generó angustia y zozobra en el día a día, Colombia vivió una de las cuarentenas más largas del mundo, con la gente guardada en las casas, la situación tampoco mejoró, porque ni los alcaldes ni el gobierno nacional invirtieron los recursos en lo que debían, por más que diferentes sectores sociales insistieron en la necesidad de una renta básica. La única solución que dieron como paliativo para mitigar las necesidades económicas de todo un país fueron unos contados mercados. La bomba del tiempo se aceleró, porque al descontento se sumó el encarecimiento de la vida, el desempleo y la falta de apoyo del gobierno, que tuvo el descaro de implementar el día sin IVA, día que habían prometido desde el paro, y que tiró a la basura todo el esfuerzo de las cuarentenas al disparar el número de contagios y de muertos. Además, en busca de hacer cumplir las medidas estrictas de confinamiento, la policía se volvió cada vez más represiva, las calles además de generar miedo por el virus, se convirtieron en tierra de nadie, donde los policías merodeaban imponiendo comparendos y cobrando sobornos.
Esa gran masa inconforme celebró callada la reclusión del tirano, también observó en silencio la corrupción de un gobierno que decidió pasar por encima de las Cortes y que en la pandemia replegó a todos los poderes a su favor. La Fiscalía, la Procuraduría y la Contraloría quedaron como puestos de bolsillo, lo que popularmente significa que todos esos cargos fueron repartidos entre los reconfirmados amigos de Duque, y en cuyas manos, días después quedó el caso del tirano, aun así, nadie dijo nada. En medio de todo este relato algo mucho más macabro comenzó a ocurrir, el asesinato, el homicidio colectivo, perdón, la masacre diaria de jóvenes, niños, de amigos, de personas, hombres, mujeres, de seres humanos, que sin razón aparecieron muertos en potreros, carreteras, fincas y en cualquier lugar de esta intrincada geografía nacional. Por más que el gobierno intentó justificar y deshumanizar la tragedia, las MASACRES siguieron, por más que el gobierno intentó decir que fueron rencillas, conflictos personales, grupos armados o que algo estarían haciendo, la masa esta vez tampoco les creyó y aunque poco a poco fue tomando voz, siguió haciendo caso al gobierno y se mantuvo en las casas, temiendo a ese poder invisible que recorre la ciudad y a ese poder silencioso que devora a los pueblos. En estos últimos, poco a poco llegó una sombra que se asemeja a la de hace diez o doce años, hombres armados, encapuchados que entran a la fuerza a violentar a la población ¿acaso tendrán que pasar otros 50 años para que hagamos memoria y podamos reconocer que estamos viviendo una guerra del estado en contra de la población civil? Pero ese reclamo tampoco se escuchó en la voz de las personas de a pie o de las del barrio, siguió siendo apenas un rumor.
El 9 de septiembre en horas de la mañana todos los noticieros publicaron las imágenes y el video de la represión policial de la que fue víctima Javier Ordoñez, la masa miró sorprendida el asesinato de un ciudadano, la sombra se acercaba a las ciudades, el miedo tomó una voz, una forma, que le dio vida al estallido social. Uno a uno fueron llegando, al parque, a la plaza, al CAI a pedir explicaciones, a dejar un sentido pésame y a tratar de entender qué era lo que había ocurrido, los que pasaban se fueron sumando en un solo reclamo en contra de la muerte, que más que un caso aislado, parecía ser una política de estado. Hasta el día de hoy la policía ha sido incapaz de reconocer abiertamente su error, el gobierno los ha apoyado sin censura, ambos han sido indolentes a la hora de pedir perdón. No fue como la toma del palacio de justicia, esa comparación infame es interesada porque traduciría que, efectivamente, el estallido fue organizado, en cambio fue más bien como el Bogotazo, donde centenares de personas salieron a las calles a pedir justicia.
El 9 de septiembre se alzó la voz de un pueblo en contra del asesinato de Javier, Sebastian, Oscar, Byron, Daniel, Ruben, Brayan, Laura, Elien, Jean Paul, Juan Manuel, Alvaro, Leyder, Jair y de miles de víctimas más, nadie se imaginó que esa noche se sumarían otros diez nombres a la lista.
Ese gran estallido social que debió haber sido, mínimamente respetado por el gobierno, terminó con un saldo de 10 muertos, centares de heridos y al día de hoy, una gran cantidad de desaparecidos. La policía disparó indiscriminadamente en contra de la población civil, no importó si hacían parte de la manifestación, si eran transeúntes, biciusuarios, vendedores informales o personas que tenían que llegar a sus hogares. Todas las balas que disparó la policía, fueron sin justa causa, y a esa matanza conjunta de muchas personas, por lo general indefensas, se le denomina masacre. El 10 de septiembre la situación siguió igual, el gobierno y la cúpula de la policía siguieron tratando de defender lo indefendible y siguieron atropellando a los ciudadanos física, verbal y psicológicamente.
En otras latitudes, la gente tarda largos meses en discusiones, los gobiernos piden perdón y entre todos intentan comprender lo ocurrido. Aquí, tenemos que apresurarnos a la hora de intentar dilucidar lo que pasó, antes de que nuevos hechos, más muertos, más masacres, mayor impunidad y una ingobernabilidad de la incoherencia, nos lleven al olvido. Lo que nadie puede olvidar es que el 9 y el 10 de septiembre del 2020 las armas del estado se descargaron en contra de la población civil y ese no fue un hecho aislado. Después de lo ocurrido tenemos la certeza de que cuando salgamos a reclamar nuestros derechos no vamos a estar seguros, sabemos que la censura traspasa las barreras físicas y se inserta en todas las dimensiones de la vida y que nuestras muertes quedaran impunes para la historia en un indolente discurso oficial.