«Cacao por coca»

Un camino para la sustitución de cultivos de uso ilícito

Por: Jairo Ramírez

Fotografía: Alejandro González

 

 

Una carretera no muy bien cuidada atraviesa el Putumayo desde Puerto Asís a La Hormiga, a lo largo de 98 kilómetros. Son casi tres horas de viaje imaginando que 60 años atrás allí no existía asfalto, sino selva, ríos, animales y belleza inagotable. A la izquierda de la vía, por entre los barrancos rojizos, serpentea el oleoducto que lleva el petróleo desde Orito al puerto de Tumaco. El color marrón del tubo y la forma curva que toma mientras avanza por el borde de la carretera lo asemejan a un reptil gigantesco abriéndose paso por entre la Amazonía.

Este reptil de acero, de 306 kilómetros, representa una de las ilusiones de riqueza que durante años puso a soñar al departamento de Putumayo. Detrás de esa presunta riqueza corrieron miles de familias campesinas y colonos venidos de todos los lugares de Colombia, cuando la Texas Petroleum Company inició la bonanza petrolera y prometió trabajo bien remunerado y regalías millonarias. Pero nadie en esta región, salvo la Texas, logró nada con los miles de barriles del llamado oro negro que aún sigue transportando en su interior la víbora de acero. Han pasado 55 años desde el primer bombeo de crudo, y ninguno de los 13 municipios del Putumayo puede decir que el petróleo le ha servido de algo. Ni agua potable, ni una universidad pública, ni mucho menos un hospital de tercer nivel de atención les dio esa riqueza. Nada les ha quedado.

Pero como la historia se repite una y otra vez, a esa ilusión del petróleo le siguió otra, aún más devastadora, que se fue tomando la selva poco a poco hasta contaminarla con químicos, violencia y dinero fácil. Tanta fue la ensoñación de los campesinos, que de pronto dejaron de sembrar alimentos, convencidos de que la coca los iba a volver ricos de la noche a la mañana. Pero la bonanza solo les llegó a unos cuantos mafiosos que alcanzaron a disfrutar ciertos lujos extravagantes antes de caer en las cárceles de los Estados Unidos y Europa. En cambio, a los putumayenses apenas si les quedaron los funerales de la guerra y una maldición que se resistía a desaparecer.

Hacia un Eje Cacaotero                                                                                

Hoy los putumayenses solo creen en el trabajo y en lo que produce su tierra. Y, por eso, ahora no permiten que nadie llegue a endulzarles el oído con riquezas y millones de un día para otro. Solo quieren soluciones y proyectos reales de cacao, de frutales, de asaí, de chontaduro. Están convencidos de que la única bonanza posible es aquella que parte del trabajo asociativo entre las organizaciones campesinas, con el apoyo del Gobierno en la distribución de la tierra, la financiación de sus proyectos, la transformación de sus productos y la comercialización a precios justos. Es la cara que ellos le quieren ver a la reforma agraria.

Y sí, es verdad que piensan en una bonanza, pero esta vez a partir de la legalidad: “Quiero que mi Putumayo sea como el Eje Cafetero, pero con el cacao; quiero que seamos conocidos en todo el mundo, pero con el cacao; y quiero que las familias campesinas progresen, pero con el cacao”, dice muy segura la lideresa Mary Luz Casamachín, representante legal de la Asociación Ruta del Chocolate.

Mary Luz es una indígena del pueblo Nasa que recorre las fincas del Putumayo tratando de convencer a campesinos y campesinas de su departamento para que abandonen la coca y se dediquen al cacao. Va de vereda en vereda enseñándoles cómo fabricar los productos que entre ella y su esposo han aprendido a obtener del cacao: chocolate de mesa, chocolatinas, granizados de mucílago (la miel del cacao), gomitas, paletas de helado, salsas, mermeladas, vino, cremas.

Con su esposo Alexander, que erradicó la coca de su finca de manera definitiva, han edificado un proyecto familiar pero también colectivo que se convirtió en modelo para otras 625 familias de 14 asociaciones campesinas e indígenas. De la mano de la Agencia de Desarrollo Rural, estas familias se han olvidado definitivamente de las economías ilegales y ahora participan en el proyecto estratégico nacional que les aprobó la entidad, con unos recursos de casi 35.000 millones de pesos, tienen claro que este no solo es un regreso definitivo a la legalidad, sino un salto hacia la construcción de la paz.

El ahogo de las economías ilegales                                                                                  

Ya no se fumiga ni se arrasa con la selva ni con los cultivos de pancoger, pues esa práctica solo afectó a las familias campesinas. De eso fue testigo Fabio Guerra, un transportador que se la pasaba cargando veredas enteras entre su camioneta, cada que un avión vaciaba el glifosato sobre las fincas: “Entre 1999 y 2001 esto por acá fue una cosa aterradora. Acabaron con los árboles, con la vegetación, con el suelo, con los cultivos de comida. Donde fumigaban, se iba quemando la selva. Eso fue una locura”, recuerda, aún con la expresión de terror de quien sintió los aviones cargados de veneno sobre su cabeza.

Sin embargo, la noticia alentadora es que la crisis de la coca se hace palpable en Putumayo. Y el campesino viene sintiéndola cada día con mayor rigor. En efecto, hace dos años una arroba de hoja valía 70.000 pesos, pero hoy al cultivador solo le pagan 20.000. Desde hace meses los raspachines no quieren trabajar porque ya no ganan los 250.000 pesos diarios de hace dos años, sino unos 30.000; y, como si fuera poco, tienen que esperar hasta tres meses el pago, si es que les llega. Para rematar, el kilo de base por el que hasta hace año y medio le pagaban al campesino 3,5 millones de pesos, ahora solo le representa 2,3 millones que no compensan los gastos de jornales y químicos.

Ya no hay retorno posible. Simplemente porque todo ha venido cambiando, gracias a una asfixia lenta que ahoga a las mafias. Es un hecho que las economías ilegales se debilitan cada vez más, a pesar de que en el Putumayo aún persisten los grupos armados. Ahora la coca vale menos y el negocio dejó de ser rentable desde hace dos años. Además, tampoco llega la plata para comprar la pasta básica, debido a que la persecución del Gobierno ya no es contra el campesino o la campesina que cultiva y procesa la hoja de coca, sino contra los narcotraficantes y sus finanzas.

 

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