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«Las vicisitudes de un mal viaje»

Por: Andrés Gómez Morales

 

 

La reciente película de Laura Mora, galardonada en la última edición del festival de cine de San Se­bastián, mantiene una co­herencia estética con su primer largometraje “Ma­tar a Jesús” (2017), donde se vale de actores natura­les y los recursos del cine de realidad para ficcionar un episodio autobiográfi­co: la muerte violenta del padre a manos del sica­riato. A diferencia de que en “Los Reyes del mundo” (2022), lleva los hallazgos de su primer largometraje a una dimensión mucho más poética y reflexiva sobre la necesidad de ha­cer visible, a través del cine, las condiciones so­ciopolíticas que han de­terminado históricamen­te a Colombia y aún son invalidadas por ciertos sectores como un factor efectivo en generar vio­lencia, miseria, injusticia y la desigualdad.

Si bien en la primera película de la directora se recrean las condiciones mencionadas en un esce­nario urbano, en “Los Re­yes del mundo” la puesta en escena se sitúa en el origen del problema: la inmemorial guerra por la tierra en el campo entre campesinos y la oligar­quía feudal. De entrada, Mora y su crew evidencian que el poder se sustenta en el aislamiento territo­rial y en un Estado infe­rior al alcance político y económico de los terrate­nientes. Así mismo hace patente que una gran parte de la población ha­bita en los márgenes de lo estatal y el poderío de los despojadores de la tierra. En contraste reivindica a un grupo de jóvenes mar­ginales, envueltos en un viaje heroico hacia una tierra prometida otorga­da por la ley de repara­ción de víctimas del con­flicto armado instaurada en el 2011.

Desde el inicio es cla­ra la tesis de la película, el origen de la violencia está en la tensión de ha­bitar en las fronteras de un territorio conformado como nación a la que no es posible acceder sino a través de la reparación es­tatal. Acá se hace eviden­te la imposibilidad del guion de hacer una épica del viaje heroico plantea­do a los personajes. En su lugar se plantea con auda­cia un viaje de iniciación. Sin embargo, Rá (Andrés Castañeda), Culebro (Cristian Camilo Mora), Sere (Davinson Flores), Winny (Brahian Steven Acevedo) y Nano (Cris­tian Campaña), ya están iniciados en los viajes. A pesar de ser héroes arque­típicos, han visto más de lo que puede sostener la capacidad de asombro. Y es por eso, para suplir esa incapacidad, que la direc­tora rompe las convencio­nes del cine realista e in­troduce a sus muchachos en un trance oscilante entre la ensoñación y el mal viaje, similar al logra­do por Víctor Gaviria en “La vendedora de Rosas” (1998).

Sin embargo, la con­vivencia de la atmósfera realista y las imágenes poéticas provenientes de los rezagos de inocencia y esperanza de los persona­jes, rara vez encuentran una armonía (fuera de las escenas en el burdel de viejas heteiras campesi­nas donde los muchachos encuentran un solaz mo­mentáneo). Quizá subra­yar este desequilibrio es un esfuerzo consciente de equipararlo con la inequi­dad generada por quie­nes tienen el poder sobre la tierra sobre quienes luchan por recuperarla. Esto puede considerarse un logro formal que com­pensa con la calidad de la fotografía y el montaje, la disolución de la mirada particular de los persona­jes en la abrumadora reali­dad rural latinoamericana.

No obstante, al cen­trarse en la formalidad, la película pierde su fuerza narrativa y la motivación del viaje, pues el paisaje quita protagonismo a los personajes y los convierte en parte del decorado, en agentes pasivos que pue­den salir de la trama sin pena ni gloria (el caso de Nano retenido por para­militares) y los entrega no solo a la fatalidad del destino sino a la posibili­dad de rebelarse a los de­signios burocráticos.

Fuera de los impe­cables recursos estéticos para presentar claramen­te en la pantalla uno de los factores más signi­ficativos de la violencia histórica: el despojo de tierras y la ineficacia de la ley de restitución para reparar a las víctimas; la mirada poético realista, hace grandes concesiones al imaginario que el pri­mer mundo tiene del con­texto social latinoame­ricano, sobre todo, en el clímax de rebelión y baile que antecede a la muerte de quienes “odian el mun­do, pero aman la vida”. En lugar de reforzar re­presentaciones sociales preexistentes habría re­sultado más interesante explorar otros terrenos, ajenos al compromiso del cine colombiano con la realidad, sugeridos en las referencias a Francis Ford Coppola (Apocalip­se Now, 1979), a Rob Rei­ner (Stand By Me, 1986) y a Peter Brook (Lord of the Flies, 1963), y así po­tenciar el drama a través de la psiquis de los perso­najes, reivindicar los vín­culos afectivos tribales y dar a los jóvenes margina­les una merecida victoria poética y moral.

Fotografías: PROIMAGENES COLOMBIA

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