«El niño diferente»
Narrativas Bajo Techo
Concurso de Narrativas de Buen Trato
Categoría juvenil: Nicol Steewarts
Hay alumnos que nunca se olvidan. A pesar del transcurrir de los años, sigo recordando al que por aquel entonces era un pequeño niño con cariño. Y por su carta veo que él también se acuerda de mí. Y entonces como profesor solo pienso una cosa: ¡Qué felicidad!
Recuerdo la primera vez que lo vi. Entre tantas personas que vestían y pensaban igual, aquel niño se distinguía fácilmente. Llevaba una bolsa negra en lugar de maleta, harapos como uniforme y un trozo circular de cartón sobre su cabeza, que le cubría la frente como una balaca. Su nombre Manuelito. Esto en cualquier otro colegio de Bogotá sería inadmisible, por la mala imagen que daría, y más en la superficial sociedad en que vivimos. Pero el rector de aquel colegio de Kennedy era especial y logró convencer a los profesores y padres de familia para que acogieran al niño: “Este es un colegio público. Es nuestro deber cobijar a quien necesite ayuda, independiente de los problemas que tenga”. Siempre estaba solo, no es que le costara hablar con los demás, más bien a los demás les costaba hablar con él. Intenté integrarlo en una ocasión, sin embargo, fue en vano: “Por favor, profe, prefiero hacer el trabajo solo. Manuel huele feo”, dijo el niño al que le había asignado de pareja. Ya en rectoría cuando se le hizo el reclamo, con inocencia replicó: “Pero si era la verdad. No pienso disculparme”. Un día, como tarea para incentivar la escritura, les pedí a mis estudiantes que narraran una vivencia familiar. Comencé a leer el texto de Manuelito, el texto que cambió mi vida.
El día que cambió mi vida. Escrito por Manuel Garcia.
El día que cambió mi vida para siempre fue el día en que ví a mi madre llorar profundamente ¿Por qué lloras pequeña niña? quise preguntar más no pude…
La narración, que para algún literato puro hubiese sido un desastre total, me hizo reír, llorar, reflexionar. Logró lo que todo buen escrito hace: transmitir sentimientos, cautivar corazones. Al día siguiente, en el recreo cuando lo vi triste y solo, me acerqué a él. En la universidad varios profesores me habían dicho que jugar con los niños era algo que no se debía hacer. Pero, mientras jugaba con él, me sentí como un niño, un niño que había descubierto un gran tesoro.
—Y este es Fernando 2— dijo Manuelito, señalando un viejo muñeco de plástico.
Cuando le pedí a madre que me dejara llevar a Fernando 1, se enojó. Me dijo que me compraría otro juguete (aún lo espero). El único recuerdo de mi padre, abandonado como mi casa, mi vida, mi realidad y mi comprensión del mundo…
Esa tarde, cuando lo vi dirigirse a casa, le pregunté si podía acompañarlo, él asintió. Sabía que vivía lejos, pero nunca imaginé lo desgastante que era el trayecto. Como muchas otras casas de Bogotá, la de Manuelito estaba en la cima de una pequeña montaña.
Ahora vivo en un castillo, un castillo de techo y paredes de madera. El espacio es tan reducido que parece una habitación. Cuando le dije a mi madre que este lugar no me gustaba, me hizo una corona de cartón: “Ahora eres un príncipe, hijo”, me dijo. Le prometí que siempre la llevaría conmigo, y por más que algunas veces me siento avergonzado de llevarla, a excepción de cuando me baño, nunca me la quito…
Cuando por fin pude subir, Manuelito empujó la puerta de la pobre casa. Dentro una mujer de cabello negro con sortija en mano y voz débil habló:
—Hijo, que bueno que llegaste ¿Cómo te fue en el…?— tras un breve silencio en el que ella inspeccionó mi cuerpo, prosiguió —¿Quién es usted?—.
—Señora, perdone mi intromisión. Me llamo Luis Guerrero, soy el profesor de español de su hijo—.
—¡Váyase!— Interrumpió ella.
—Sé lo que han vivido. Manuelito me lo contó, bueno me lo narró—.
Mi madre es una mujer solitaria, se la pasa mirando su resplandeciente anillo. A veces le hago compañía, es lo minimo que puedo hacer por la mujer que más amo en este y todos los mundos vivientes. Quisiera que tuviera amigos como antes, pero tal como ella me advirtió desde un principio: “En Bogotá las cosas serán diferentes”…
Le comenté mi cometido con la visita. Ella me miraba con cara de disgusto.
—Su hijo tiene talento para la escritura. Puede llegar lejos. Así como usted, yo también quiero lo mejor para él. En mis cinco años como profesor, nunca había visto un escrito tan hermoso. Su hijo tiene potencial para la escritura, puede aspirar a una beca para el extranjero. Solo necesita enviar un cuento y, en caso de ser seleccionado, su firma—.
—No necesitamos su lastima. Muchas gracias, profesor. Pero ahora no tengo tiempo para esto—.
Recuerdo difusamente las palabras de regaño que la madre le dio a Manuelito, una vez salí de casa: —No vuelvas a traer a desconocidos a casa… Me escuchaste bien hijo… No podemos confiar en nadie, en nadie— ¿Y cómo poder hacerlo?
Un par de mujeres tocaron la puerta. “Aquí no puede vivir nadie”, le dijeron, “Está prohibido. Este terreno no le pertenece”. Mi madre les prometió que no haría nada malo, que no tenía adonde ir. Pero ellos, abogados de una deformada justicia o sería mejor decir de la justicia colombiana, insultaron a mi madre y la amenazaron con llamar a la segunda institución más peligrosa de Colombia: la policía…
—Profe, ¿es verdad lo que me dijo?— me preguntó Manuelito, en la salida del colegio a la semana siguiente. Eso de que podría ser un gran escritor.
—Claro— respondí con firmeza.
—¿Qué tengo que hacer, profesor?—.
Lo invité a mi humilde apartamento. De mi biblioteca (mi invaluable tesoro) saqué dos libros. Con un lápiz, Manuelito comenzó a subrayar algunas oraciones de los libros. Él me preguntaba continuamente el significado de palabras que no entendía. Al finalizar la tarde me dijo: —Tengo que irme a casa, pero quiero seguir leyendo ¿Me los puedo llevar?—.
—Claro, mi casa es tu casa, mis libros son tus libros—.
Desde ese día, todas las tardes se perdía en mundos fantásticos. Disfrutaba leer, a veces, me pedía que leyera en voz alta. Cerraba sus ojos y solo se dejaba llevar.
—No puedo aguantar más, necesito escribir —me dijo Manuelito semanas después.
Y en mi computador comenzó a componer una fina partitura literaria. El cuento que iba a postular para la beca. En el colegio leía y en mi casa escribía.
—¿Te lo puedes creer?— hoy se durmió en mi clase. Sabes qué dijo cuando despertó: “Lo siento maestra, anoche me quedé despierto hasta el amanecer leyendo libros”. —Un niño ¿leyendo?, que excusa más tonta—. Me comentó eufórica, una profesora.
No pude hacer otra cosa más que reírme. Todo iba bien, sin embargo, casi un mes antes de la fecha para enviar el cuento, Manuelito dejó de ir a estudiar. Preocupado, un viernes me dirigí a su casa, su castillo. Temiendo lo peor, grité: —¿Hay alguien aquí?—. Tras no obtener respuesta, resignado di media vuelta, hasta que escuché de mi espalda la dulce voz de aquel niño al que tanto estimaba:
—¡Profesor, sálveme!— Corriendo salió de la casa y se acercó a mi lado.
—¡Manuel, ven aquí!— gritó la madre.
—Te odio, aléjate de mí— replicó Manuel.
¿Es posible odiar a las mujeres? ¿Es posible que existan hombres que odian a las mujeres? Siempre que veo a mi madre, me lo pregunto. Amo a esa pequeña niña miedosa e insegura, con todos sus defectos, con todas sus virtudes. Me es imposible no amarla. La amo tanto, que daría mi vida por verla sonreír de nuevo…
Manuel, presuroso, se alejó de mí. Supe a dónde se dirigía. La madre comenzó a llorar. Verla así, tan indefensa, me lastima. Era obvio que solo quería lo mejor para su hijo, pero ¿Qué es “lo mejor”? Media hora después, ya calmada, invité a la mujer a almorzar. En el restaurante me abrió su corazón.
—Le doy todo lo que tengo y así me lo paga— dijo ella. —Cuando me enteré de que se veía con usted, le prohibí salir de casa… y ahora, usted viene y…—.
—Sé que le cuesta confiar en las otras personas, pero su hijo escribe magnífico—.
—¿Y usted qué sabe de mí?—.
—Sé que es viuda, sé que los militares la expropiaron de su casa y no recibió dinero a cambio— proseguí. —Sé que vino a Bogotá en busca de un hogar y solo ha recibido rechazo, sé que intenta conseguir trabajo y nadie la acepta… Y sé que no quiere que Manuel la abandone.
—Él se irá y qué me dejará, ¿sus letras?— vio su anillo.
En las noches más oscuras, ella ve aquel anillo dorado. Me pregunto que piensa…
—Mi esposo, usted lo hubiera visto. Era el hombre más apuesto del pueblo, las mujeres me tenían envidia y el muy tonto me amaba. Estaba tan enamorado que vino para acá, solo a comprar este caro anillo. Cuando supe la verdad, le dije que era un tonto, y el me respondió: “Sí, soy un tonto enamorado”— Ella rió y luego suspiró. —Y ahora me queda de él este anillo, nada más. Aquella casa que tardamos años en construir, arrebatada en días. Esperanzas de un futuro mejor, desechadas. Cuando terminamos de hablar fuimos a mi apartamento a buscar a Manuel, que sentado, bajo la puerta de entrada, lloraba. La madre y el hijo se abrazaron. Lo siento, decían. Perdón, repetían. Mientras yo, conmovido, observaba en silencio.
—¿Hasta cuándo hay plazo?— preguntó ella.
—Faltan dos semanas —respondí.
—Hijo, lo siento, sigue escribiendo. Escribe por mí, escribe para mí—.
El día de los resultados llovió. La tormenta fue tan fuerte, que tuvimos que esperar en el colegio hasta que escampara. A mi lado un Manuel, asustado, impaciente y con ojeras en su rostro, temblaba.
—¿Y si no paso? ¿Y si no soy lo suficientemente bueno? —susurraba.
La incertidumbre se sentía en el aire. Cuando entramos a mi apartamento y leímos el mensaje electrónico, Manuelito lloraba, yo lloraba ¡Qué bella es la vida!
—Hay un problema— le comenté a la madre de Manuelito. —El dinero que el colegio recaudó no alcanza para cubrir todos los gastos del viaje y del hospedaje. Como usted bien sabe, allá todo es más caro… He estado pensando y creo que voy a pedir un préstamo—.
—Ya ha hecho suficiente— interrumpió. —Pero, en serio, gracias—. Me abrazó fuerte, como una madre a su hijo. — Yo me hago cargo del resto—.
El último día que lo vi, el día de la graduación, me pareció de alguna manera más grande. El auditorio estaba lleno. El rector, confiado como siempre, llamó al centro del escenario a Manuelito y tras un emotivo discurso, el aplauso merecido llegó. Y el pequeño niño comenzó a llorar. Todos merecemos ser aplaudidos en algún momento de nuestras vidas, todos.
En el aeropuerto El Dorado, lo abracé cálidamente. Él se despidió de mí, con un “muchas gracias” que nunca olvidaré. Y luego se acercó a su madre.
—¿Dónde está tu anillo, madre?— preguntó Manuel sorprendido.
—¡Oh, que tonta soy!— Se me debió haber caído en algún lugar de la casa, no te preocupes por eso… TE AMO HIJO—
—Yo también te amo, ma—.
—Ya tienes que irte—.
—No me quiero ir. Me quiero quedar aquí, contigo—.
—¿Qué dices?, vete, hijo. Pronto nos volveremos a ver—.
Cuando subió al avión, vi como hablaba con otro par de niños, que miraban a Fernando 2 con curiosidad. El príncipe reía. Cuando vi al avión perderse en el evanescente cielo azul, volteé a ver a la madre, sonreía.
Han pasado ocho años desde entonces. ¿Cómo será ahora? No sé. Solo estoy seguro de algo: lo reconoceré. Porque él es diferente, y ser diferente no es malo… ¡Qué felicidad!
Luis Guerrero (Bogotá D.C. 2021)