«Una bandera que nos recoge a todas»

Por: Laura María Rodríguez

 

 

Como pasa con la mayoría de las obras de arte después de que trascienden la época de su creación, en la que dialogan con la estética y el gusto de su tiempo, quedan a la deriva de la interpretación subjetiva del espectador. De inmediato, el nuevo lector busca en la obra rasgos de su identidad, indaga si ambas, su ser y la obra, comparten el mismo pasado, y se pregunta finalmente: “¿Qué representa y a quién representa?”. En el peor de los casos explorará si estéticamente encuentra o no belleza en la obra, de acuerdo con lo que el mismo sistema le inculcó que era lo bello. En ese proceso, el espectador puede durar unos cuantos minutos, continuar su camino y olvidarse por completo de esa obra, especialmente si no encuentra un sentimiento que lo conmueva y lo relacione con ella. Si, por el contrario, la obra logra tocarlo, el proceso de apropiación le permitirá encontrar un profundo sentido de identidad.

En Colombia es difícil que las clases populares y las comunidades ancestrales logren llegar a ese sentimiento de identidad frente a las obras que se encuentran en el espacio público. No porque carezcan de la capacidad de contemplación estética, sino porque todas estas obras han sido creadas por una élite que tiene una versión de lo bello, lo bueno y lo verdadero, una versión de la historia que lideran los hombres, colonizadores, blancos, católicos, próceres y políticos. Obras repartidas por toda la ciudad como pequeños mensajes de que su poder, de una u otra forma, permanece.

Patrimonio incómodo ha sido un término aplicado generalmente a complejos arquitectónicos u obras cuyos usos entran en disputa debido a hechos históricos que han marcado negativamente la memoria de una comunidad (por ejemplo, en la época del nazismo, del franquismo y en diferentes momentos de dictaduras o de violencia en Latinoamérica). Por tal motivo, los lugares que fueron habitados o que se constituyeron como centros de desarrollo de dichos acontecimientos generan un dilema en la comunidad sobre la pertinencia o no de su permanencia, y si ella puede perpetuar esas ideas anteriores o si su destrucción provoca una pérdida de la memoria y, por lo tanto, el miedo constante de que la historia vuelva a repetirse.

Con esa misma categoría se podría interpretar el que ha sido clasificado como el monumento más grande del país y que se encuentra ubicado en la localidad de Kennedy, Techotiba: el monumento a las Banderas. Este, como es bien sabido, fue creado como parte del plan de renovación y de embellecimiento urbano en el marco de la IX Conferencia Panamericana, efectuada en esta capital, y que dio origen a la creación de la Organización de los Estados Americanos (OEA). La idea era que, a pocas cuadras del monumento, en donde se encontraba el aeropuerto de Techo, llegaran las delegaciones y fueran recibidas por esta obra monumental que, además, elevaba en sus astas la bandera de cada uno de los países de América Latina.

Sin embargo, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán a pocos días de la inauguración de la Conferencia, hace a un lado la obra y pone en el centro del país una ola de violencia y de indignación como nunca ha sido vista en Colombia: el Bogotazo.

La incomodidad que genera la obra del artista bogotano Alonso Neira Martínez puede deberse a su estilo neoclásico, a partir del cual creó 20 columnas, cada una rodeada con 6 mujeres, es decir, 120 mujeres desnudas de 1.90 metros, cada una de ellas portadora de un símbolo que se supone representaba las necesidades de las Américas: justicia, agricultura, progreso, ciencia, educación y comercio. Las mujeres no son las negras, indígenas ni mestizas del territorio, sino mujeres blancas y de rasgos europeos.

No obstante, a diferencia de otras obras, hay algo que une a las mujeres de estos territorios con esas mujeres que parecen haber transitado por un túnel espaciotemporal que las dejó allí, blancas y estáticas, entre los cuatro puntos cardinales y vigilantes del paso del sol y de la luna, así como de los habitantes de la localidad. Ese vínculo no se dio solo por el hecho de ser mujeres, sino también desde la sororidad de reconocer que ellas, desde su quietud y su silencio, también han sido vulneradas, violentadas, amputadas, violadas y agredidas de todas las formas posibles. Fue su reivindicación y su cuidado lo que permitió que este monumento, que pudo haber sido como tantos otros un patrimonio incómodo, fuera acogido por las mujeres de la localidad y recuperado para la memoria.

 Así lo reconoce Rosalba Rodríguez, defensora de los derechos de las mujeres y una de las lideresas del movimiento Madrinas de Banderas, quienes lograron que en el 2019 se realizara una restauración íntegra del monumento, que ellas venían reclamando desde el 2011, dadas las condiciones en las que se encontraba en esa época: “El monumento de Banderas para nosotras fue una parte muy importante, porque como mujeres mayores, señoras y jóvenes vimos la importancia de restaurarlo, de sanar ese monumento y así también mirar cómo podemos sanar la parte interior, la parte espiritual. Porque muchas de las mujeres siguen sufriendo violencia. Nosotras veíamos el reflejo de esa violencia ahí en las estatuas, al ver cómo estaban todas partidas por piedras que les arrojaban, porque hacían apuestas del que más le pegara a la punta de la nariz o en el pezón, el que mejor pintara sus genitales. Todo eso era como una conquista, en sus momentos de furor, ya sea tomados o bajo los efectos de alucinógenos. Han hecho de todo con las imágenes. Un punto para nosotras fue el maltrato hacia la figura de la mujer, empezando porque el que maltrata esa figura seguramente maltrata también a las mujeres”.

Esmeralda Mahecha, habitante de Techotiba, productora popular de Cine Dilettante, participante de Aquelarre Techotiva, Llamarada Violeta y festival Vaginas Ruidosas Punk, también reconoce la protección, la defensa y la exigencia de que ese monumento sea cuidado. Sin embargo, como ella misma lo expresa, algo que es transversal a los feminismos es la defensa de la dignidad de las mujeres, de su vida y de su cuerpo como primer territorio: “En ese sentido, también hay otros grupos de mujeres que, ante la realidad que estamos viviendo, absurda y aterradora con los datos que muestran la muerte de una mujer cada 6 horas en nuestro país —y además sabemos que los datos oficiales siempre son un subregistro—, con la absoluta impunidad, con la angustiante cantidad de desapariciones, ellas con toda la digna rabia se están tomando el monumento para expresarse y para consignar ahí su rabia y su reclamo. Ante esto, la policía y el Estado tienen una posición muy contradictoria, que es la de cuidar las estructuras y lo físico como patrimonio, cuando no cuidan la vida. Esta es una posición de un patriotismo colonial, y aparte de eso también es una posición muy capitalista, donde el cemento y la infraestructura está por encima de la vida”.

Las habitantes de estos territorios han apropiado, reinterpretado y transformado este monumento que, al estar en el espacio público, se convierte en un escenario de disputas, pero también de acogida de esas mujeres que, tan solo por estar ahí, también han sido objeto de violencias, y que son el reflejo de la necesidad de mantener la voz encendida en defensa de la vida de las mujeres del territorio Techotiba.

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