«No hay burro pa tanta carga»

Por: Gustavo Adolfo Arias

 

 

En el continente hay una esquina; en la esquina, un país; en el país, una urbe; en la urbe, una localidad; y en la localidad, un humedal al que le llaman El Burro.

Un humedal es “una zona donde el agua es el principal factor controlador del medio y de la vida vegetal y animal asociada a él”, según la Secretaría General de la Convención sobre los Humedales de Ramsar. En Bogotá, podríamos decir que es un cuerpo de agua, de menor caudal que un lago, pero mayor que un pantano, fuente de alimento para patos, tinguas, garzas y una multitud de aves de todo tipo, quienes se sostienen de su flora y fauna.

El Equus africanus asinus, también conocido como el burro, es un mamífero cuadrúpedo y doméstico de la familia de los équidos, a la que también pertenecen los caballos y las cebras. Llegó a América traído por los invasores españoles. Son animales cuya docilidad constante contrasta con su terquedad cuando no quieren moverse. Los europeos los asociaban con la falta de conocimiento, por lo que la palabra “burro” ha sido, en general, sinónimo de ignorancia en la cultura occidental.

No se encuentran fuentes que expliquen por qué le dieron este nombre al humedal, pero existe una referencia relevante. En la cultura egipcia poseían un jeroglífico en el que se dibujaba un burro trotando para representar las acciones que iban a durar poco. Eso, sumado a que en la sociedad de consumo un burro sirve mientras cargue, y luego se vende para hacer salchichón, tal vez nos da las claves para entender la manera en que hemos destruido este “burro” que es un humedal. Aquí un breve esbozo de cómo se dio el curso de los hechos.

Antes de que llegaran los burros con los españoles, hace 27 mil años, la planicie que se extiende a los pies de los cerros orientales era un lago. Se extendía al occidente, más allá de las colinas de Suba y, al sur, hasta los cerros en Ciudad Bolívar. Llegó a tener 60 metros de profundidad en su punto más hondo. Los paleontólogos lo llamaron “El Funze”. Por algún evento geológico, se desaguó por el salto de Tequendama, dejando una zona plena de espejos de agua. Así fue como la encontraron los humanos hace apenas cinco mil años. Según los arqueólogos, un pueblo al que denominan “Los Abras” fueron los primeros en habitar la región. Después llegaron los Muiscas, hace mil doscientos años, alcanzaron a tener una población de 2 millones de personas y vivieron en equilibrio con su entorno durante 700 años, hasta la llegada de los burros y los europeos, quienes, con sus prácticas, en los siguientes 400 años casi desaparecieron al pueblo Muisca, prohibiéndoles su lengua, sus saberes, sus creencias y su historia milenaria.

Con su agricultura europea, transformaron el paisaje y continúan transformándolo. Al principio, privilegiaron el monocultivo: trigo, cebada o pastos para el ganado. Luego, con la aparición del petróleo y las máquinas movidas por su explosión, le dieron una fuerza y capacidad descomunal a la codicia sin límites, característica principal de esta cultura extranjera, y comenzaron a producir lo que antes no había tenido estas dimensiones: La ciudad, que en el siglo XX trascendió el límite occidental que se había mantenido hasta la avenida Caracas. La aparición de los automotores comenzó a extender esa ciudad a un ritmo acelerado. A esto se sumaron los políticos. Hacia 1905, la codicia por tierras del presidente de la República de Colombia, Rafael Reyes, lo llevó a promulgar el Decreto 40 de 1905 sobre la desecación de lagunas, ciénagas y pantanos, con el cual se liberaban las rondas de los cuerpos de agua, cediendo la propiedad estatal a quienes se encargaran de la desecación. Así les dio a los terratenientes de la época la autorización para mover sus cercas y apropiarse de las zonas de inundación, las cuales siempre habían pertenecido a los ríos y los humedales. Esta norma se mantuvo durante 7 años, luego se derogó por inconstitucional, pero la idea de que algo que nunca se había hecho se podía hacer quedó marcada a fuego en las prácticas de los especuladores de tierra.

Se desató el secamiento de los cuerpos de agua, y con ello la invasión de las zonas de inundación, que fueron convertidas en terrenos aptos para el mercado de la construcción. También los políticos provocaron una guerra civil en 1948 al asesinar al candidato Jorge Eliecer Gaitán, lo que provocó una migración interna sin precedentes con destino a la capital, lo que impulsó un aumento desproporcionado de la población, y la consiguiente ocupación de los terrenos aledaños a la ciudad.

Así mismo el uso de las nuevas máquinas aceleró el daño a la naturaleza, basta con mencionar que en el área que hoy ocupa la capital del país, a principios del siglo XX, se poseían 50 mil hectáreas de humedales. Hoy contamos con poco más de 500 hectáreas, la mayoría dispersas y amenazadas por la presión urbana que las sigue hostigando. Uno de los espejos de agua más importantes era la laguna del Tintal, que comprendía el área en la que hoy se encuentra la localidad de Kennedy. Por acción del pastoreo, terminó desapareciendo, dejando como rastro los cinco humedales conocidos en la localidad de Techotiba: La Vaca, Techo, Timiza, Tibanica y El Burro.

Aquellos cuya vivienda se encuentra entre la avenida Las Américas y la calle 13, entre la carrera 68 y el río Bogotá o sus inmediaciones, habrán tenido la oportunidad en algún momento de visitar el humedal. Se habrán detenido a escuchar a las aves con sus trinos y aleteos, habrán visto con compasión el agua, a veces clara, otras veces no tanto. Tal vez se habrán preguntado si la satisfacción de la necesidad humana y el derecho a tener vivienda propia constituyó, en este caso, la privación de las generaciones futuras al derecho al agua, a la salud y a un ambiente sano. Porque cada uno de los conjuntos residenciales o viviendas autoconstruidas, fruto de la invasión o de la compra a urbanizadores, terminó contribuyendo a la destrucción de una porción del humedal. Basta con echar un vistazo a las fotografías aéreas en diferentes décadas para darse cuenta de las dimensiones originales de este cuerpo de agua.

Entramos en una dicotomía que parece no hacerle sentido a nadie. Nuestra condición es la de los usurpadores o, por lo menos, los cómplices de la usurpación, puesto que antes de 1930 toda esa área era parte del humedal. En ese año se terminó de construir el aeródromo de Techo. Hacia 1950 se construyó la avenida Las Américas y el monumento de Banderas. Esas megaobras fueron la avanzada. Luego cerraron el aeropuerto y llegó la Alianza para el Progreso, con su fomento a la vivienda auspiciado por el presidente estadounidense. Posteriormente, Corabastos, todo esto sumado a la presión de la violencia en las zonas rurales, terminó justificando el avance de la ciudad sobre los territorios de la naturaleza. Lo que sucede en la ciudad tiene las mismas características de lo ocurrido en las selvas: gente pobre, obligada por su situación, a hacer el trabajo sucio de los terratenientes.

Desde inicios de los noventa, el conocimiento del tesoro que constituyen los humedales ha venido de la mano de la comunidad, donde jóvenes estudiantes tomaron temprana conciencia del deber ético que les imponía hacer práctico el saber adquirido en la academia. Byron Calvachi se contagió del entusiasmo de Germán Galindo, pionero distrital en la lucha por los humedales, y se animó a trabajar por el humedal, constituyendo una organización llamada ASINUS.

En conversación con Ana María García, una mujer criada en las inmediaciones del humedal, en el barrio Castilla, nos compartió un poema escrito en un ejercicio de escritura colectiva, cuyo tema central era este humedal:

Lugar de contemplación sagrada

Recinto de aguas y saberes ancestrales

Permítenos avistar el espíritu de tu silencio

Teje con tus trazos verdes

Nuestros templos y pozos

Manantiales, cascadas y mares

Aguas estancadas

Acoge nuestro paso

Y enlaza nuestro pasado

A la caricia de tu renacer valiente

Perdona los olvidos del afán

Los azares del escombro.

Ábrete de adentro a la vida (así nos ahoguemos)

Y cálmanos con el canto

De tus pájaros que empluman.

 

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