«El postre para llevar, un abrebocas incómodo»
Por: Paula Casas Ríos
La historia de las mujeres lesbianas en Bogotá es posible contarla desde los sitios de encuentro, los bares, los cine foros bailables, los juegos de fútbol, los campeonatos en el Federman, el chat de Degeneres-e, la magia de un encuentro, los abrazos de extrañas en medio de caminatas por la séptima y hasta hace muy poco: la apacible forma en que parejas de mujeres jóvenes cruzan las calles del sur de la ciudad tomadas de la mano, sin miedo a ser atacadas y sin la necesidad de portar un pañuelo en su bolsillo trasero. Los escenarios para conocernos han ido rotando en el pasar de las luchas sociales y los caminos de incidencia en espacios tan complejos como lo es el barrio, en esto que he llamado: mariquear el barrio, es encontrarse en un lugar para que la misoginia cultural y las barreras invisibles que nos han impuesto las fronteras territoriales no lleguen a nosotras y que, en últimas, podamos de alguna manera romper o hacer que duelan menos.
Pero hablar de esto es solo una parte de lo que es muy visible, eso que nos llena de orgullo por haber salido victoriosas en medio de una sociedad que desea eliminarnos. Dentro de estas formas de contar una historia, también está aquello que nos duele más –mucho más- y con frecuencia queremos mantener callado: las relaciones de poder entre las mujeres. Es así que, en la búsqueda de lugares comunes para reafirmar que no somos únicas en el mundo, nos encontramos con dinámicas afectivas que, relacionan en muchas ocasiones, a mujeres mucho mayores en edad, que con su juego de dinero y conocimiento agrupan filas de niñas y jóvenes con tácticas de seducción, instaurando en el consciente colectivo que salir del clóset implica de manera directa relacionarse con mujeres adineradas que intercambian protección por encuentros eróticos.
En su momento, muchas pensamos que era algo natural que esto sucediera, pero el paso de los años fue mostrando que esta forma de relacionarse es altamente violenta, reproduce ejercicios de poder y normaliza algo que debe ser analizado y tratado desde la memoria de cada una de las mujeres. Así mismo, casi desapercibido por la sociedad, se viven algunas conjugaciones de pareja que se tejen con situaciones que registrarían todas las escalas de color del violentómetro y lo más grave de todo esto es que las rutas de justicia no reconocen estas violencias como lo que son: unos ataques directos a la integridad y dignidad de las mujeres, no importa si provienen de otra mujer, pues el machismo también hace parte de la mente de los cuerpos feminizados.
¿Cómo pensarse en una sociedad distinta? Inicialmente, es importante entender que son muchas las luchas libradas en la familia, en el barrio y en la ciudad, algunas de ellas se han ganado a nuestra manera, pero una batalla muy pendiente es con nosotras mismas, para que reflexionemos sinceramente sobre las prácticas que nos afectan y cuya existencia debe ser reconocida para comprometernos en cambiar estructuralmente el mundo violento que se aferró en nuestro interior. Y es esta lucha, la que continuamente nos permite vislumbrar que hay dinámicas interiorizadas que limitan la construcción de unas nuevas formas de sentirnos y vivirnos, que lo diverso es extraño, confuso, a veces lejano, y es por ello que hacer visible lo que nos incomoda parece una sentencia de muerte.
Así es, la historia de las mujeres lesbianas en el sur de Bogotá, es la historia de muchas que nos fuimos al norte de la ciudad para volver al barrio comprendiendo que las apuestas inician en nuestros territorios, que somos aprendices de agricultoras, cuidadoras, profesoras, borrachas, artistas, artesanas, tenderas, y que tenemos muchas deudas con nosotras mismas, que los dolores de la adolescencia nos están pasando cuenta ahora y hemos de decidir si queremos pasarlo con una torta dulce o un café amargo.