«Yeimi: el proceso de paz y las derivas de la salud»
Por: Andrés Gómez Morales
Frente a la opinión común, forjada por las ideas liberales dentro de los sectores sociales beneficiarios del Estado y la prosperidad empresarial, de que la realización personal depende del esfuerzo individual y de la voluntad para superar las condiciones adversas; aparecen las voces disidentes que pusieron sus esperanzas en los procesos de desmovilización a partir del histórico acuerdo de paz entre la sociedad civil y las Farc. A pesar, de que los acuerdos todavía no encuentran el consenso esperado, los firmantes han resistido a la negligencia institucional de cumplir con lo pactado, amparados más que nada en el respaldo internacional y en un frágil marco jurídico local para reiniciar un proyecto de país estancado por la desigualdad de la guerra.
Si bien, la paz prometida —hoy transfigurada en “paz total”— poco corresponde a la realidad que enfrentan a diario las y los firmantes, por lo menos su reinserción ha abierto la posibilidad de vislumbrar otras versiones de la historia que la contada desde la orilla, donde el otro es visto como adversario irreconciliable, sea amparado por los privilegios de clase respaldados con la institucionalidad o bajo el concepto de pueblo convertido en instrumento abstracto.
Las voces disidentes que optaron por integrarse a la legalidad, a pesar de los artilugios de la burocracia, nos ofrecen un diferencial entre los polos que reducen la pluralidad al conflicto armado. A partir de ellas, se puede visualizar, un campo de acción que las narrativas impulsadas por los medios estatales o corporativos han convertido en espacios marginales dentro del orden constitucional. Es el caso del relato recuperado a continuación. La voz de Yeimi, antigua militante de las Fuerzas Revolucionarias de Colombia y habitante de la localidad de Kennedy, ilustra tanto las incertidumbres a las que se enfrentan los firmantes de paz como las oportunidades de crear tejidos sociales en el ámbito de la salud.
“Yo nací en un pueblito a la orilla del Río Negro, pero cuando cumplí tres años mi papá y mi mamá me llevaron a los llanos orientales. De la casa de un tío nos trasladamos a una vereda que llamaban El Sansa. Cuando cumplí siete años mi papá nos dejó. Somos seis hermanos, mi mamita tuvo que trabajar sola por nosotros. En esa época empezamos a ver a las Farc, arriba de la vereda operaba el frente cuarenta y abajo el frente veintisiete. Puerto Toledo era del frente cuarenta y tres. Estaban organizados, eran la ley aparte de la Junta de Acción Comunal.
En las veredas, ellos eran quienes hacían los correctivos a los delitos que iban desde riñas a violaciones. Por esa imagen que tenía de ellos, pase toda la vida al lado de la guerrilla. Me gustaba el trato que le daban a uno. Desde niña me gustaba mucho ir allá. Después de quedar embarazada a los dieciséis me fui con ellos. De ahí no volví a ver a mi familia hasta cuando se dio el proceso de paz. Lo más duro de la reincorporación ha sido volver a estar con mi familia. Mi formación es de izquierda y mi familia de derecha. El ídolo de ellos es Uribe. Yo no me meto en esas cosas, respeto las opiniones y creencias de los demás. En mi trabajo uno aprende a diferenciarlas. Unos son religiosos, otros de un partido. Para mí, eso es normal. No le veo problema, cada quien es libre para ir al lado que quiere. Ya van seis años de este proceso y hasta hace un año y medio he encontrado cercanía con mi mamá. Los demás hermanos se han distanciado. Desde que inicié este proceso me han apoyado más los vecinos que la familia. Me han abierto sus puertas.
Tres años viví en Villavicencio. Me volví a reencontrar con el muchacho que convivía cuando estaba en la guerrilla. Desafortunadamente lo mataron a los seis meses de haber salido de allá. Eso fue muy duro. Lo extraño mucho, era muy buena gente él. Era indígena. Él murió y yo caí en depresión. Pero en realidad siento que soy fuerte. He enfrentado la vida sin la ayuda de nadie. Sin recibir recursos, de pronto he tenido personas de los mismos de nosotros que me han ayudado a conseguir un trabajo. De mi familia sólo una hermana ha estado conmigo, pero la mayor parte del tiempo he estado enferma y sola.
Cuando estoy enferma cojo un taxi y voy a la droguería. Es donde mejor lo atienden a uno, porque en un hospital toca esperar todo el día para una cita médica general. De ahí lo mandan a otro médico y así sucesivamente, y usted se está muriendo del dolor así esté pagando. Me quitan casi trescientos mil pesos de salud. Eso es muy triste. Si algo extraño de las Farc es que, si uno se enfermaba, avisaba al campamento y el comandante mandaba al médico del frente. Acá hay cosas que no me gustan, sobre todo ver a la gente con ancianos o niños enfermitos llevados del verraco esperando atención. Eso me hace sentir impotente. Allá uno también avisaba si veía un civil enfermo y lo asistían sin poner tantas vainas. De una vez le aplicaban el medicamento y si tocaba operarlo o canalizarlo lo hacían ahí mismo. Se les formulaba de una a los niños y a los tres días estaban corriendo y gritando.
La verdad da mucha tristeza las vidas que se pierden por seguir los protocolos. Las cosas allá eran más humanitarias. Además, a nosotros nos discriminan mucho por haber estado en la guerrilla. Es cierto que se cometieron muchísimas faltas graves. Igual que las cometidas contra la población por parte de la policía o el ejército. Pero créanme que en el tiempo en que anduve en las Farc nunca cometí una falta contra un campesino. Nosotros hacíamos brigadas de salud en sitios donde no llegaba el ejército”.