«Mi oficina,            la calle»       

Por: Wilmer Velásquez

 

A veces no me dejan trabajar, dicen que no se puede, que absurdo ¿no? mi horario lo decido yo, no tengo prestaciones sociales, ningún tipo de seguro médico, ni vacaciones y mucho menos prima. Reparto mi tiempo entre practicar, para aprender más, mejorar e irme a trabajar. Cada día es un nuevo desafío para mostrar lo que ya sé y ponerle más fuerza, buscando mantener viva la llamita todos los días, para que la rutina no se vuelva rutina.

Esa fuerza, es como una palanca que me dice “haz uno más, olvídate de la gente, conéctate con lo que haces”. Entonces, todo fluye. El semáforo en rojo está en verde para mí, es mi momento, el mundo entero se frena por 50 segundos o quizás menos. El semáforo en rojo es la guarida.

Mientras estoy ahí, en el escenario, me brotan desde adentro tantas ideas que quisiera expresar. Somos muchos los que empujamos para adelante el arte y la cultura popular, pero a veces siento que no alcanza con salir a la calle todos los días, hace falta que nos comuniquemos, que quien está del otro lado de la ventanilla entienda que estamos en la misma.

No me acerco a la ventanilla a mendigar, nadie está obligado a darme su sueldo, tampoco a mirar, se trata solamente de valorar el trabajo ajeno, de respetarlo. Porque el trabajo implica tiempo, un truco nuevo, una canción, un espectáculo, por más mínimo que parezca, por más rápido que se muestre, conlleva horas de práctica, de esfuerzo, de barreras que se rompen, de desafíos, de logros, de fracasos, de constancia y de paciencia.

Cada cosa nueva que aprendo, está llena de todo eso, de sueños y de retos que antes pensaba imposibles. Ese es el gran secreto, hacer que todo sea posible. Creo que, si el mundo lo supiera, se atreverían a hacer las cosas que realmente quieren, quizás todos empezarían a lograr todo lo que creían imposible. Si todo el mundo trabajara en lo que ama, el mundo sería más liviano, más sonriente, menos codicioso.

No busco ser millonario, solo quiero hacer lo que me gusta. Y empecé a hacerlo por amor, como empieza todo. Uno no agarra la guitarra porque quiere plata, uno la agarra porque siente la música. Con los malabares, con el circo, con cualquier arte pasa lo mismo, si de verdad te gusta, vas a crecer en eso, y si creces ¿Por qué no podrías vivir de lo que amas?

En la calle hay de todo. Pero, no hay cosa que me llene más de fracaso y de dolor que ver a la gente convertida en zombis dentro de los autos, hipnotizados con sus celulares, notar que no están mirando. Los ojos lloran por la resolana del sol, los brazos ya están cansados, entonces, en ese semáforo pienso ¿qué estoy haciendo acá? ¿sirve de algo mi presencia? Luego, el semáforo se pone en rojo y salgo de nuevo, y hay sombrita, siento el vientecito refrescándome y cuando termino, alguien, como al pasar, me felicita por lo que hago, un papá le da una moneda a cada uno de sus hijos y ellos me la alcanzan por la ventanilla, entusiasmados, con esa cara de “¡Es un malabarista!” y ya está, me vuelvo con el corazón lleno de monedas.

El semáforo, la calle, es una montaña rusa. Todo puede pasar en 50 segundos.

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