«Sí, tú también…»

Una reflexión sobre la responsabilidad social que tenemos frente a los violentos.

Por: Paula Castellanos Cuervo

 

 

Hace unos días, el me­dio digital La Oreja Roja publi­có su post “Crónica de un feminicidio anuncia­do”; allí, sostiene que la muerte de Johana Melo a manos de Carlos Losa­da Castro, el hombre que la amaba, estaba cantada. El feminicida les había dicho a los amigos en va­rias ocasiones “la mato porque la mato” y les había mostrado el arma con la que finalmente le disparó en una calle de Guadalupe, Huila.

Días atrás, el taxis­ta que recibió una señal de auxilio por parte de Valentina Trespalacios dice que quedó preocu­pado, notó que ella y su novio estaban alcoholiza­dos; detalló al futuro fe­minicida, Jhon Poulos, y recuerda la discoteca en Bogotá a la que los llevó esa noche. Por lo visto, estaba atento, pero las cuatro palabras escritas por Valentina: “Ayuda es­toy en peligro”, no logra­ron movilizarlo para que hiciera algo.

Estos casos, por su­puesto, son muestra del extremo violento al que pueden llegar algunos hombres, todavía con­vencidos de que la intimi­dación, el control, el aco­so constante y el sentido de propiedad que quieren colgar en el cuello de las mujeres es una muestra de su hombría. Del otro lado, hay muchos otros que se incomodan o no saben dónde situarse frente a las muestras de indignación que están elevando las mujeres en casi todas las regiones del planeta. Tal vez lo primero sea profundizar en las implicaciones so­ciales de que la violencia y el miedo sean aspectos frecuentes en la vida de las mujeres desde niñas. También empatizar con el hecho de que muchas de nosotras estamos ha­ciendo lo que está en nuestras manos: romper el silencio, decir que no vamos a seguir soportan­do la violencia que este sistema nos impone. Pero necesitamos hombres que se sumen con valentía a la denuncia social.

Para lograr trans­formaciones profundas, debe ampliarse el espa­cio donde la colectividad condene no sólo los atro­ces crímenes que ocurren a diario en Colombia, que según el Observatorio de Feminicidios -sí, hay una organización encargada de contabilizar y registrar las muertes de mujeres causadas por hombres- el año pasado se registraron 612 y durante la pande­mia la cifra llegó a 630; la mayoría por hombres que las amaban y en demasia­das ocasiones padres de hijos en común. También es indispensable que fije­mos nuestra atención en aquellos actos cotidianos a los que nos hemos acos­tumbrado, ya que es allí donde se empieza a tejer la red que termina asfi­xiando a las mujeres.

Mencionaré situa­ciones reales que suceden en mi entorno, ustedes dirán si pasa lo mismo en el suyo: hombres que maltratan física o psico­lógicamente a sus parejas. Hombres que han puesto sustancias en la bebida de una mujer despreve­nida a fin de tener sexo con ella. Hombres que continúan una relación sexual con mujeres más dormidas que despiertas, por el cansancio o el al­cohol, da igual. Hombres que envían fotos de sus genitales como carta de presentación, a pesar de que la mujer no ha dado muestras de interés se­xual en ellos. Hombres que ven la amistad como trampolín para hacer insinuaciones sexuales que no les han sido con­cedidas. Hombres que consideran que una mu­jer camina para que ellos opinen si les gusta o no. Estas también son agre­siones que para nosotras, que venimos acumulan­do, suman y mucho.

En medio de esta am­plia gama de actos están los hombres que se defi­nen como no abusadores pero saben que todo esto sucede. Considero que a ellos, a quienes les mo­lesta que generalicemos sobre su capacidad vio­lenta, les ha faltado va­lentía para verse al espejo y reconocer que muchas veces han sido cómplices, por acción u omisión; re­plicadores o perpetrado­res de estas y otras múlti­ples formas de violencia. Les falta mirarse larga­mente a los ojos y asumir las ocasiones en las que han sido testigos silen­tes de algún atropello o que más de una vez han dejado pasar avisos de alerta, como lo hicieron los amigos de Losada o el taxista de Poulos. Tal vez, si hubieran reaccionado a tiempo habrían salvado la vida de dos mujeres. Además, nos hemos acos­tumbrado a que cuando el machismo reacciona, reacciona con violencia, argumenta que la vícti­ma se lo buscó, manda a cascar al agresor, desea que lo violen en la cárcel o deciden matarlo “pa que aprenda”, como sucedió con el abusador de Hi­llary Castro, corrección, con el presunto abusador, porque nunca supimos si fue el sujeto asesinado bajo custodia del Estado. Así es la justicia machis­ta: violenta de principio a fin.

A los hombres que quieren distanciarse de las prácticas violentas, los invito a hacer visible su paso al costado y dejar de ser parte de la manada, a reaccionar frente a otros, a censurar sus actos, a no ser partícipes, señalar, denunciar, actuar. Somos hijas e hijos del machismo y como colectivo social tendremos que aceptar que el macho no es un otro lejano, son a veces los colegas, los amigos, los escritores que nos gus­tan, un locutor que escu­chábamos, nuestro actor favorito, sin ir más lejos, nuestros familiares. Este es el gran reto social, de­jar atrás estas prácticas, las pequeñas y las atroces, las cotidianas y las extre­mas. Hemos dejado que esto llegue demasiado lejos y no podemos ver­lo como un asunto de las autoridades, es un tema de censura social porque ¿de qué nos sirve llenar las cárceles de violadores y feminicidas si en nues­tras casas criamos y vali­damos nuevos agresores?

Entonces, sí, tú tam­bién eres responsable porque eres parte de esta sociedad y porque tus ac­tos y palabras, como los míos, le dan forma a la co­tidianidad que comparti­mos. El giro social lo ini­ciamos las mujeres y no tiene revés, estamos vien­do la inevitable decons­trucción de formas agre­sivas al relacionarnos. Sin embargo, en gran medida la transformación depen­de del tiempo que se tome cada individuo para mi­rarse en el espejo a cons­ciencia y reconocer los patrones de conducta que este sistema violento nos ha dejado. Luego, ojalá, cada persona tome la de­cisión de deshacerse para siempre de la mirada ma­chista que tiene al frente. Es el camino a la repara­ción que nos debemos.

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